Por supermán dos

Por supermán dos nos tiramos cristales rotos sobre el hombro y el ojo de mi hermano se rajó. 

Supermán dos, 1980, de camino al cine de verano andando por entre montañas de escombros. Una botella rota en la carretera. Nos pusimos cuatro adolescentes, los hermanos vizcaínos, mi hermano y yo, a retirar los cristales para evitar que se pincharan las ruedas de cualquier coche y fue el ojo de mi hermano el que se pinchó. 

Pablo gritó, se masajeó el globo ocular izquierdo a través del párpado porque algo le había entrado y una cuchilla de cristal le rajó el ojo. El humor vítreo bañó como una lengua de pomada caliente la mejilla de mi hermano. Le abrimos el párpado y solo quedaba una pasa brillante roja.  

Nerviosos lo arrastramos a la casa próxima de un vecino médico, que con las pinzas de quitar pelos de la nariz le quitó los cristales y el ojo pasa ya era mate. Olía a corcho. 

Mi hermano y yo regresamos a casa de mis abuelos y los hermanos vizcaínos fueron a ver Supermán dos.  Mi abuelo arrancó el SEAT supermirafiori y llevó a mi hermano a urgencias. Quedé solo y angustiado. 

Mis padres estaban en el pueblo y les llamé y el ruido sordo de cada vuelta del rosco numerado del teléfono me revolvía las tripas. Nadie se puso al aparato, habían ido en taxi, lo supe luego, al hospital a encontrarse con mis abuelos y con mi hermano ojo pasa mate que huele a corcho. No tuve noticias en toda la noche. 

Los veranos vivíamos en casa de mis abuelos en un pueblo de playa turístico. Mis abuelos alquilaban las habitaciones de la casa a inquilinos con derecho a uso de cocina y aseo. Nosotros dormíamos en un colchón en una sala pequeña a la derecha de la puerta principal de entrada, que daba a un pasillo con cinco habitaciones. El tránsito y el jolgorio era habitual, a todas horas. Esa noche los inquilinos volvían de la verbena, ruido y alcohol. A mí no se me quitaba el olor a corcho ni la imagen de la pasa roja mate de la cabeza. Estaba solo rodeado de ruido y sin noticias. No dormía, no pude. Me tocaba el ojo. Sentía una pomada caliente en la mejilla izquierda. 

No podía dormir y necesitaba hacer algo por mi hermano, así que recé. Años atrás decidí no creer en nada, caí en la cuenta de que dios no existía y me quité un peso de encima. Pero necesitaba hacer algo y se me ocurrió rezar con una consciencia plena de inutilidad. Duraron poco mis oraciones. El teléfono de la sala sonó. Un inquilino ebrio me llamó para que lo cogiera. Me lo dijeron, tu hermano ha perdido el ojo izquierdo. 

Supermán dos, la culpa había sido de supermán dos.

Roberto Etayo

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