Locos por perderse

Daniela, asombrada, se quedó mirando aquel panorama. Era mejor que las fotografías que le había compartido su pareja, Alejandro.

—¿Qué te parece, Dani? Aunque tú deberías llamarte Dana como este lugar. 

—Me gusta, Alex. 

—De ahora en adelante te llamaré Dani-Dana para no olvidar este viaje.

Se encontraban en una región maravillosa de Jordania, conocida como la Reserva Natural de Dana. Un lugar ideal para el senderismo. En un principio, a ella no le agradó la idea de hacer ese viaje, pero una serie de ataques antisemitas dirigidos a un museo recientemente inaugurado en el pueblo en que había nacido le habían puesto a pensar en su ascendencia judía. Ella era originaria de Burgos, en concreto, de un pueblo pequeño de raíces sefardíes llamado Castrillo Mota de Judíos.

—Vale, vamos a Jordania, sí, pero luego a la tierra de mis ancestros. A Jerusalén, a la Tierra Prometida.

El problema estribaba en que él no tenía suficiente dinero. Sin embargo, tanto su madre como su tía Imelda se ofrecieron a ayudarle con la condición de que se llevara a su primo Víctor, un niñato que ni siquiera salía a caminar al parque y que se la vivía jugando en su ordenador.

Para preparar el viaje consultó varias páginas en Internet. Encontró una en cuya dirección remota lo decía todo: locosporperderse.com ¡Qué buena idea! Perderse en las formaciones rocosas de Dana, fundirse en la piel del desierto, sentir al sol desgarrador. Sería estupendo.

Para el itinerario, habló con Hassan, un antiguo compañero de la Uni que era originario de Jordania y al que también le gustaba el senderismo. Acordaron que él sería el guía. 

Un mes después estaban los cuatro caminando por los senderos del lugar. Ya habían pasado casi cuatro horas cuando Víctor se empezó a quejar: que eso era aburrido, que se cansaba. 

—Pues mira tu móvil— le pidió Alejandro.

—Creí que aquí no tendríamos señal.

—Gracias a Elon Musk. Ya sabes, el StarLink.

Hassan les llamó para que continuaran. Les dijo que había que andar entre dos formaciones rocosas con altas paredes.

—Será como un laberinto. Así nos libraremos un poco del sol.

Caminaron hasta que en un momento se perdió la señal.

—¿Qué diablos? —gritó Víctor.

—¿No puedes vivir sin tu móvil por unos momentos?— le suplicó Dani.

—Puede ser por las rocas, Víctor, no te aflijas— le dijo Alejandro, tratando de consolarlo.

Poco después de una hora salieron del cañón. Hassan se detuvo. 

—¿Qué sucede?— preguntó Alejandro.

—No reconozco el paisaje. En la reserva hay muchos arbustos, aquí, nada. ¿lo ven? Solo dunas que peina el viento. 

Consultó su móvil. Seguían sin señal. Tomó entonces una brújula.

—Creo que me desorienté un poco— les confesó. —Tendremos que ir hacia el Este. Allá está el pueblo.

Continuaron, pero el sol les asaba la piel. Una hora después, Hassan les confesó que estaban perdidos. 

«¿No era eso lo que queríamos con locura?» Se preguntó Alejandro. 

—¿Hacia dónde vamos?

Hassan miró al cielo y notó que no era la hora que ellos habían calculado. Su reloj decía una cosa, pero el sol otra.

—¡Mirad allá! — gritó Daniela.

—Eh, sí, parecen beduinos — concluyó Hassan. Tomó sus binoculares. Notó que eran muchos. Se los dijo y Víctor preguntó si no era una reunión anual de peregrinos, algo así como un congreso de beduinos. Hassan les dijo que irían hacia ellos.

Al llegar cerca del campamento, Hassan les dijo que esperaran y se fue caminando.

—¿Y si son piratas o bandidos, Alejandro?— preguntó Víctor.

—Hay demasiados, Vic. Cálmate.

Después de unos minutos Hassan regresó.

—Bueno, chicos. Esto es muy raro. No hablan árabe. Hablan unos dialectos parecidos al arameo, y mirad que soy especialista en lenguas de medio oriente, y aún así, a medias, pude entenderles. Me dijeron que nos mantuviéramos cerca. Que no tardamos en movernos de aquí.

Dani aguzó el oído.

—Alguien habla en hebreo.

Víctor, que estaba recostado, dijo:

—Han de ser extras. Tal vez se esté rodando una serie de Netflix.

De pronto, algunos beduinos gritaron y señalaron hacia el Oeste. Vieron cómo se elevaba hacia el cielo una enorme columna de arena. La gente empezó a levantar sus tiendas.

—Deben ser piratas. Hay piratas en el desierto ¿no?— preguntó Víctor.

Un hombre tomó a Hassan de un brazo y les indicó que lo siguieran. Cuando avanzaron medio kilómetro, se detuvieron. Una cortina de gente se abrió y ellos pudieron ver el mar.

—¡Vaya que nos has perdido, Hassan! ¿Dónde estamos?— gritó Alejandro.

Dani vio que un hombre con un báculo subía a un peñasco que estaba en la orilla. Lo golpeó y lo que vieron les dejó boquiabiertos. El mar se abrió. Eso supera cualquier especulación, si filmaban, estos eran los efectos especiales más reales que podrían haber visto. La gente se movió hacia las húmedas arenas. A Hassan le gritó el hombre y él asintió.

—Dice que debemos correr entre las aguas como camellos desbocados.

Víctor quedó atrapado en el lodo. Alejandro trató de regresar a por él, pero la multitud no lo dejó.

—¡No te preocupes, primo, si son piratas me venderán o pedirán rescate!

Pero cuando los «piratas» llegaron, uno de ellos lo atravesó con una lanza y un carro tirado por un caballo, pasó sobre su cuerpo. 

Veinte minutos después llegaron a la otra orilla. Alejandro miró hacia atrás cuando el mar se tragó a los «piratas» y escuchó, como si Dios le hablara, la voz de su madre: «Alex, no compres en cualquier sitio web». 

Hassan se arrodilló en la arena y enterrando la cabeza, clamó a un Alá que aún no tenía forma. Dani-Dana entendió, entonces, que le llevaría cuarenta años llegar a la Tierra Prometida.


Santiago de la Colina



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Santiago Manuel de la Colina
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