Hemofobia

Ahora que estoy cómodamente recostado en mi sillón viendo las intensas y provocativas llamas de la chimenea, junto a Yanina, mi joven mujer, y nuestro pequeño hijo, Draky, he comprendido la profunda dimensión del terror; intento moverme, pero no puedo. Nunca me lo esperé…

Hace un par de horas que ella ha venido a visitarme después de varios años de separación. Me dejó debido a los estrafalarios métodos que uso para beber sangre. En ese tiempo yo ignoraba que estuviera embarazada, por eso al abrir la puerta, me sorprendió verla junto a un niño que me miraba con un apetito tan visceral que me dejó frío. 

—Es nuestro hijo, querido esposo— dijo con sobriedad.

Al mirarlo detenidamente pensé: ¿Es que alguien tan pequeño puede realmente aterrorizarme a mí, al Amo del Terror? Tan solo de verlo, me convencí. Sí, él.

Debo confesar que no es la primera vez que sufro un miedo que me hostiga tanto, como este que siento ahora. Y que en ocasiones me acorrala la angustiosa sensación de que moriré de una forma espantosa. 

Todo comenzó cuando una noche llegué a verme al espejo… Sí, yo si me puedo ver en los reflejos. Estaba completamente salpicado de sangre. Algo pasó en mi cabeza porque desde entonces la sangre me produce asco. Desde luego que he ido al psiquiatra y me ha dicho que esa compulsión retrógrada que padezco tiene un nombre: hemofobia.

Decidí entonces dejar de perseguir, para saciar mi sed, a suculentas jovencitas, a mujeres maduras o, en el peor de los casos, a vagabundos y a borrachos. Cambié a hábitos más discretos y relajados. Por las noches buscaba gente solitaria que fuera a los cines, al teatro, a un estadio o que viajara en bus. Me sentaba detrás de ellos. Esperaba el momento oportuno para pincharlos con una jeringuilla que contenía un sedante tan potente que les paralizaba en segundos, sin que perdieran el conocimiento. Debido a que suelo mezclar el somnífero con una sustancia que secretamos nosotros, los vampiros, la víctima se ve inmersa en una atmósfera fantasmagórica plagada de ángeles negros que cantan irresistibles armonías: es el cielo de los seres oscuros, evocado por nuestras toxinas. Una vez inmovilizados, les insertaba en la yugular una tripilla plástica de la que succionaba la sangre, de tal forma que, no se derramaba una sola gota. 

Una de esas noches conocí a Yaninna en un palco de teatro, estaba tan hermosa que no pude resistirme a poseerla a la vieja usanza: mordiendo a placer y sin control. Primero la seduje con la mirada y luego la acorralé con mis brazos; fui palpando esas divinas turgencias, sintiendo la humedad entre sus piernas; yo temblaba al percibir la calidez de su cuello… entonces, con frenesí, hinqué los dientes en su yugular, convirtiéndola así, en vampiresa. Después de eso, pensé que me había curado, pero no, toda la noche me la pasé frente al retrete, vomitando. 

A ella, en cambio, esas salvajes y sangrientas correrías se le dan muy bien. Comencé a percibir que ostentaba un gran poder. Yo, que creí haber sido quien la atrajo hacia mí, caí en la red de sus infinitas venas. Lo sé, se ha metido en mi alma como una temible sanguijuela. 

Empezó a mofarse de mis métodos asépticos. Le dije que lo tenía todo bajo control. Sin embargo, un par de noches después, tuve un ataque de pánico. Fui a un cine y dejé casi cadavérica a una enfermera de mala cara. Al terminar, fui a los aseos. Me senté en la fría porcelana del retrete y de inmediato sentí un piquete en una nalga. ¡Ah! Descubrí que entre mis desnudas rodillas se paseaba un mosquito hambriento. Lo aplasté y mis palmas quedaron manchadas de sangre. Me puse pálido y devolví todo lo que había chupado. Tuve que salir volando de allí, dejando en el aire una ristra de gotas diminutas siguiendo mi ascenso. Es por eso que, cuando veo un mosquito, me pongo a temblar. Para Yaninna, es un rasgo de evidente decadencia. 

Una vez dentro de casa, ella me manifestó que era su deseo que cumpliera con una vieja costumbre que dicta, entre los vampiros como nosotros, que los padres deben ofrecer a los hijos un poco de su sangre para que puedan alcanzar la inmortalidad. Al mirar al niño, vi en él un enorme mosquito Anopheles… asustado, me negué a que nadie más me pinchara o me mordiera. Le pedí que se marcharan. Entonces ella me dijo que la noche era fría y que no se iría sin que le preparara al menos un café. Fuimos a la cocina y noté que el niño estaba tras de mí, mirándome sin pestañear. Volteé hacia la cafetera y de inmediato sentí un piquete… ¡Por todos los diablos, otra vez en una nalga! Al dar la vuelta, Draky tenía en sus manos una de mis jeringuillas. Empecé a sentirme adormecido. Yaninna se acercó y me llevó a mi sillón favorito, frente a la ya encendida chimenea. Me arropó y poco a poco fui perdiendo movilidad. Ahora, estoy hecho una piedra.

—Has perdido clase— me dice susurrando a mi oído. —Te has convertido en un humano anodino. Mira, que negarle a tu hijo algo de tu sangre, es antinatural. 

Draky se ha acercado. Es horripilante, debo confesar. Delgado en demasía, con unos enormes ojos enrojecidos y una mandíbula triangular que ostenta unos dientecillos afilados. Yaninna lo acaricia dulcemente y le pregunta:

—Mi dulce vampirillo, ¿cuánta sangre quieres de tu padre?

Chasqueando la lengua, muy al estilo Hannibal Lecter, murmura con frialdad:

—La quiero toda, madre, toooodaaaa…




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Santiago Manuel de la Colina
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