Invictus

Una luz afilada hace de mis sueños, jirones. Al despertar, la mañana salta de mis ojos. Ayer fue mi noche más larga. Te veo recostada y sonríes. Al calor de las sábanas te prometes más sueños, pero de inmediato cambias de opinión. ¡Vamos al paseo marítimo!, dices calentando la voz. No me niego, pero voy despacio hacia el armario. Me envuelvo en demasiadas ropas, pero así soy yo, tengo criofobia… creo. Tú te preparas, más ligera. Salimos a la calle. Algún pájaro silva una tonadilla, esperando al amor. Andamos hacia el nudo ventoso que acordona La Ribera. Una misión suicida, digo yo. Caminamos, si es que caminar o volar son lo mismo cuando dejo de tocar el suelo. Bueno, confieso que es una sensación errónea, porque me engaño. Estoy en modo anélido: me arrastro en el suelo atado a tus gélidos dedos. Criofobia, me aturdes. Una cortina de frío nos hiela la espalda. ¡Ayayay! Nuestros cuerpos corren hacia la orilla y nos encontramos con las olas de un mar estancado, que a estas horas es un espejo ahumado. ¿Las sientes, las escuchas? No, dices. Admito que solo tengo ojos para las sombras y tú los tienes para la luz. Te asombra la cobertura atmosférica: una gran burbuja de bienestar. Tú y yo, envueltos en lo animoso. Somos distintos, pero no distantes. Veo al otoño como un pez melancólico que se tiende sobre la inercia de sus últimos días exhibiendo los tintes platinados de la nostalgia e irremediablemente me hundo en su seno agrisado. Allí, sobre el agua, el sol está cubierto por una telaraña de nubes, dispuesto a nacer de nuevo. Mientras, yo veo cómo surge ese astro pequeño y pálido, como si fuera una especie de enigma proterozoico: una célula angular que se desplaza en la enorme placenta azul del cielo otoñal; tú, en cambio, ves al Sol Invictus, un faro feliz y esplendente que se yergue sobre blancas y lánguidas vestales, un coro de nubes de perpetua virginidad. Cierras los ojos y musitas: ¡Qué placer! Luego me miras y meces tu cabeza. Claro, la melancolía me provee de gestos poco lucrativos, de los que no puedo sacar nada, como la cabeza gacha, los ojos ensombrecidos bajo las cejas y un arco de tristeza que me dobla el rostro. ¡Cambia esa cara!, sugieres. Es que ese sol soy yo, enmarañado de nubes, cubierto por harapos de agua que me tocan la piel para hacerme sentir como si estuviera en el océano. ¿Naciendo? Haces un gesto desenfadado. Una mariposa de hielo se ha posado en mi nariz, que es ya azul como el mar. Tócala, te pido. No. Es que… y no termino la frase. Hago un puchero y sigo: Es que el tiempo parece que me quiere hablar, hacerme confidencias, darme gota a gota sus segundos atrofiados. Eso es pura nostalgia, querido. ¿Por qué estás tan triste? ¡Mira, qué sol, qué día! Lo sé ahora, el invierno ha nacido, fuerte, vibrante. Me abrazas, fundimos nuestros cuerpos, sonrío en la calidez de tu hombro y en el hálito que se me escapa de mi alma, nace el Sol Invictus. 



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Santiago Manuel de la Colina
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Comentarios

  1. Ha sido un placer entrar a leer algo tuyo en este taller al que ahora perteneces y ver con gusto que como siempre, te acrecientas. Esa tu inefable capacidad de de narrar tantos sentimientos en un pequeño racimo de palabras, de tal forma, que apoteósicamente los transformas en árboles majestuosos que cuentan una historia que tocan nuestras fibras sentimentales más profundas; gracias por trazar historias así y por permitirnos disfrutarlas.

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