El café Le Chat.

En París, al otro lado del río Sena, a escasos metros de la torre Eiffel se encontraba la cafetería Le Chat. Edgar miraba ausente el fondo de la taza de café, envuelto en las caricias que el piano, el saxofón y el contrabajo de un pequeño grupo musical le brindaban aquella noche. Sonaba un jazz suave y melódico, instrumental, que se mecía entre la nostalgia y el encanto.

 

Debería haberle contado antes a Inés lo de la fibrosis quística. Entiendo que quisiera ayudarme, pero ¿acaso puede frenar una enfermedad terminal? Prefería que las cosas siguieran así, como siempre.  Y disfrutar el tiempo que nos quedara juntos. Hace un mes que no sé nada de ella. Entiendo cómo se puede sentir. Ojalá supiese si está bien, si no lo está. Si volverá, si no lo hará. Si aún me ama o si no quiere volver a saber de mí. Esta duda, después de todo lo que hemos pasado juntos, de tantos momentos. No sé si lo superaré o acabará conmigo. La maldita incertidumbre. Debería habérselo contado antes, joder. Solo quería ahorrarle sufrimiento. Si tan solo pudiera bailar una vez más con ella, un último baile de los nuestros, de los que solíamos bailar en este mismo local, frente a la torre Eiffel. Ese sería el toque de gracia.

 

Edgar se mantuvo sentado en la mesa oscura de la cafetería, inmerso en su monólogo interior. Odiándose y arrepentido por la magnitud de lo ocurrido. Echó un último vistazo a la esquina donde se encontraban los músicos, intentando acaparar todas las notas que esparcían al aire, como si fueran un tesoro, temiendo que se perdiera una vez se alejase.

 

Cogió la chaqueta que había dejado colgada en el respaldo de la silla y sumergió las manos en los bolsillos. Palpó un pequeño objeto en ellos. «Tendría que habérselo dado antes.», pensó. Se abrigó porque, aunque en aquellos instantes su corazón era un páramo gélido, su cuerpo seguía siendo de sangre caliente. Y podía sufrir las consecuencias de aquella noche. Se levantó de la mesa agitado. Se colocó la chaqueta y se disponía a salir, pero su cuerpo no respondía. El corazón golpeaba su pecho con violencia, sentía un hormigueo recorriéndole las piernas hasta los brazos. Intentó andar, pero sintió su cuerpo pesado. Se distorsionó su vista, un dolor punzante le oprimía el pecho. Cada vez más. Vislumbró una silueta blanca que corría hacia él. Creyó escuchar su nombre. Era una voz suave y melodiosa. Y se desvaneció.

 

 

Inés miraba el cuerpo inmóvil a través del cristal. Su nariz estaba roja y aún respiraba con dificultad.

 

—Lamento mucho la pérdida. ¿Era usted su única familia? —preguntó el médico.

—Sí.

—¿Es usted Inés?

—Así es —confirmó entre sollozos—.

 

El médico extrajo del bolsillo de la bata un anillo de plata con un diamante incrustado y se lo entregó a Inés.

 

—Creo que esto era para usted.

 

Inés observó el anillo y una lágrima resbaló por su mejilla.

 

—Sí, eso creo —dijo con una sonrisa en los labios.

 

Enrique Olmos Avilés

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