Frida Shakespeare



Marisa abre la puerta del café. La oscuridad duerme en su cálido seno. El frigo ronronea a gusto. Todo huele a viejo. Enciende la luz principal. Titilan las barras de flúor. Luego va levantando las cortinas de las ventanas. La luz entra a grumos, espabilando un interior que apenas palpita.

—Arreglar y limpiar esto va a ser una epopeya — le dice al vacío, a la ausencia. El dueño anterior le pidió:

—Puedes tirar todo lo que quieras, excepto los dos cuadros del fondo, el de Frida Kahlo y el de Shakespeare. ¿Sabes?, son clientes regulares.

Marisa piensa que está loco. Eso será lo primero que haga. Va hasta donde están colgados. Los mira. Vaya, son solo unas copias baratas, con unos marcos que casi se deshacen.

—Claro que voy a tirarlos. ¿Qué se cree ese hombre? Bueno, empezaré limpiando la cocina.

Marisa entra a la calurosa habitación. El sol muestra su ojo incandescente y lo hinca con desdén en todo el trasterío sucio y amontonado. Ella suspira.

—¡Qué desastre!

Se pone a limpiar y escucha un par de voces. ¿De dónde provendrán?

—Oye, Will, quita esa cara gris que tienes.

—¿Qué quieres? Estoy hecho a rayas, tinta negra pura. Me das envidia, mujer; tú tan colorida, tan fluida y tan extraña a la vez.

Marisa ve dos siluetas, va a entrar en el salón a pedirle explicaciones a la pareja cuando suena su móvil. Es su hija, que tiene un problema en el colegio y la directora quiere hablar con ella. ¿Puede esperar? No. Oye el bla, bla, bla y se pone roja.

Las voces ni se inmutan y siguen cotilleando.

—Que van a abrir de nuevo el café.

—Y a nosotros nos tirarán, Frida.

—Deja de preocuparte, Will y cuéntame, ¿cómo va todo en el mundo de los dramas y los sonetos?

—Aquí sigo enredado en las intrigas teatrales y los amores desdichados. Y tú, ya que estás fuera, ¿se te ocurre algo qué pintar?

—Pues ahora que te veo… me gustaría hacerte un retrato más colorido. Ya ves, mis cuadros son un torbellino de colores y símbolos, una expresión de mis pasiones y mis demonios internos. No te lo recomendaría para decorar tu teatro si aún ostentan tus obras ese purismo clásico muy tuyo.

—Jaja, entiendo. Supongo que prefieres la pincelada audaz a los versos elaborados.

—A primera vista, tal vez, Will. Aunque tus palabras tienen un encanto especial, yo prefiero mostrar mis heridas y mis flores en el lienzo.

—Nuestras musas son caprichosas, Frida. Pero dime, ¿cómo haces para capturar esa identidad… tan tuya, en cada autorretrato?

—Bueno, Will, en lugar de preocuparme por «ser o no ser», me concentro en «ser yo misma sin disculpas». Cada pincelada es un pedacito de mi alma.

—Es admirable, Frida. Tú y yo, artistas en diferentes épocas, buscando desentrañar los misterios de la existencia a nuestra manera. Pero te diré algo parecido, cada una de mis letras se lleva un suspiro de mi alma.

—Es cierto, Will. Ambos dejamos una huella, y nuestras obras trascienden las barreras del tiempo. Quién sabe, tal vez algún día alguien mezcle tus versos con mis autorretratos en un museo del futuro.

—Eso sería algo digno de una comedia, Frida. Una fusión inesperada que haría sonreír a los dioses del arte. Imagínate unir tu estilo artístico, que tiene más rebeldía que mis tramas palaciegas, en un soneto estilo surrealista.

—Suena interesante, aunque yo prefiera pintar mis cejas pobladas y mi bigote falso, tal vez me podría enganchar por la elegancia renacentista. Quizás deberíamos colaborar en un proyecto celestial y causar un revuelo en el Olimpo artístico.

—Eso suena muy interesante. La belleza está en la singularidad y en ser fiel a uno mismo. Aunque, debo admitir, que mis personajes también tienen sus encantos únicos. Me los puedo imaginar con ese toque tuyo, tan mágico. Parece que nuestras travesuras artísticas tienen más en común de lo que imaginaba.

—¡Sería una fiesta cósmica! Shakespeare y Kahlo, un dúo explosivo en los anales del arte. ¡No hay duda de que dejaríamos a la gente boquiabierta!

—Oye, la chica que ha entrado, ¿no nos quiere atender?

—Pero si nos quiere tirar, Will.

—Bueno, pues hagamos una de tus escapadas cósmicas.

—Vale.

Al fin, Marisa cuelga. Ha sido una discusión terrible. La directora ha amenazado con expulsar a Melisa del colegio. Ahora hay silencio en el comedor. No hay nadie, pero… queda boquiabierta al ver colgados en la pared, un par de marcos vacíos.


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Santiago Manuel de la Colina
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