Ángulos


Rebeca Wellington era nueva en la ciudad, en el país y en el instituto. En su primera semana parecía que todo había ido bastante bien. La gente había mostrado suficiente, pero no excesivo, interés por ella, siendo amigables y amables. Hasta que llegó el viernes y tuvo su primera interacción con Darío Ortiz. Le odió para siempre. ¡Hizo que todos se rieran de ella!
El domingo por la mañana todavía notaba las miradas clavadas en su cuerpo, con ese brillo malicioso y cortante, y no podía dejar de escuchar las rasposas carcajadas multiplicándose hasta el infinito en su cerebro. A mediodía se miró al espejo furibunda, y ante sí misma selló un decreto cósmico de venganza que salió disparado cual rayo zeusiano desde sus entrañas, atravesando su duro corazón y su petrifícante mirada, rebotando contra el espejo, hacia el universo. En un instante, dio la vuelta a toda la galaxia y regresó, implacable y firme a la Tierra, aterrizando como un buitre de verano en la cabeza de Darío Ortiz, que cayó al suelo instantáneamente. Su padre le miró extrañado:
_"¿Estás tonto o qué? ¿Qué haces en el suelo? ¡Levanta, torpón!"
Y sin comprender lo sucedido, padre e hijo continuaron caminando hacia el coche que les llevaría de vuelta a casa tras la visita dominical a los abuelos.
Darío no sabía que acababa de ser obligado, por decreto de odio divinizado, a hacer pública su mayor vergüenza. Lo único que notó fue un repentino malestar de vientre, cierto injustificado mareo y la pérdida total del apetito.
El lunes todo parecía normal, salvo por el malestar. El tiempo era el esperado, la ropa no pesaba más de lo habitual, los libros seguían oliendo a nuevo y el tráfico fue igual de molesto. A primera hora tenía Matemáticas, y llegó sus cinco minutos tarde. La profesora le miró con condescendencia y él sonrió estúpidamente.
__ Un año más, Darío. Dile a tu padre que tenga en cuenta el tráfico para que podamos verte a tiempo en clase.
__ Sí, profesora_ dijo torpemente, encogiéndose y enrojeciéndose.
__ Vamos, siéntate.
Se había quedado clavado en el suelo. Miró a la profesora mucho rato, demasiado rato. Todos le miraron a él durante el mismo rato.
__ Darío, ¿todo bien?
__ Eh… Sí, profesora. Le sienta bien el rojo.
Algunos compañeros rieron lo que creyeron que era una gracieta insolente. Otros empezaron a sospechar que algo no iba bien aquella mañana. Rebeca era la única que se mantenía impasible al fondo del aula.
__ Vamos, Darío, siéntate de una vez.
Y Darío se dejó caer sobre la silla, dando un suspiro demasiado sonoro, que volvieron a reír los que creían en la versión de la gracieta. Se dejó caer sobre la silla y también se dejó caer el estuche sobre el suelo, desparramándose todo el material.
__ ¡Darío!_ dijo la profesora con tono quejumbroso.
Intentó poner orden para poder empezar la clase, pero Darío tropezaba con las patas de las mesas, chocaba con las piernas de sus compañeros, lanzaba sin querer de un puntapié los bolis a la otra parte del aula, y pedía disculpas cada vez.
__ Pero, ¿qué has desayunado hoy?
Toda la clase se reía.
__ Bonito ángulo acaba de hacer la trayectoria de ese boli. ¡Venga! Página veintitrés. Ángulos. Vamos, atended. ¡Darío, termina ya y vuelve a tu sitio!
__ ¡No te enfades, por favor, profe…
__ No me enfado, pero siéntate ya.
__…que no soporto que tú te enfades…_ mientras iba poniéndose cada vez más rojo al comprender su incapacidad para contener su lengua y lo que iba a soltar a continuación_
…¡con lo guapa que eres!
Medio segundo de incredulidad y la clase estalló en una estrepitosa carcajada.
Las chanzas, las burlas, los comentarios jocosos continuaron durante todo el curso. Hasta Rebeca Wellington, que había ganado la batalla, se sintió mal y se arrepintió un poco de haberlo provocado. Incluso llegó a defenderle en alguna ocasión. En varias ocasiones... Se le ablandó el corazón. Y a finales de curso, a mediados de Mayo, empezaron a salir juntos.

María López Sariñena

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