Bajo la sombra de la culpa



La noche me ha caído en las piernas. De repente, ya no puedo caminar. Estoy frente a casa y casi no llego. Parece que la oscuridad es mi verdugo. Sudo mucho, tanto hoy como hace un año. ¿Cómo puede convertirse un vehículo en un arma? Crash, crash, eso es todo lo que oigo, una y otra vez. Los vidrios saltan de nuevo y me caen en el cuerpo. Mi cabeza vuelve a golpearse con el volante y un limpiaparabrisas se me clava en una mejilla. Vi el cuerpo saltar y pasar sobre el coche, ¿es así como vuela el pecado, como un vampiro insaciable? Y es que siento que, desde entonces, me falta la sangre. Hay un fluido que la sustituye, una especie de plasma artrópodo, linfa, quizás o, si me pongo a analizarlo, bilis. Sí, sí, eso es lo que hay en mis venas, un pútrido jugo vesicular. Entro con dificultad. Enciendo el aire acondicionado. ¡Cómo me hizo falta entonces! Aire, aire clarificador. Voy hacia el escritorio de mi estudio. ¡Ya no puedo más! Enciendo el ordenador. Oh, Dios, hace un año…

Era verano como hoy, el sol chirriaba con sus rayos como tallando un vinilo. Música sórdida saliendo de un tímpano de esponja negra. El alcohol no fue tanto el problema en sí, como que el fragor lo cimentó en mis neuronas y pareció controlarlo. Fue otra cosa, el maldito calor. Ese calor que voló sobre mí como un buitre de verano. El bar estaba plagado de esencias efervescentes. Machos escupiendo testosterona, féminas decantando el vapor de sus cristales amarillentos. Yo, sorbiendo mi soledad. Conmigo había amigos de sopor que se desvanecieron después como licor evaporado. Solo, pagué mi cuenta. Alguien preguntó si podía conducir. Mi boca dijo que sí, claro, como no, yo estaba bien. En la calle, ya entrado en el coche, lo encendí. Fui despacio, mirando las señales, respetando distancias. Entonces, ¿qué me sucedió? El aire acondicionado no funcionaba y el sistema eléctrico se durmió en su vacío: las ventanas no se abrieron nunca. El sudor se metió en mis lagos oculares y un tsunami desbordó mis pupilas. Fue tarde. Crash… esa tilde onomatopéyica que aún me raja la memoria. Crash, crash, crash… con las manos aún temblorosas en el volante, miré fijamente la mancha oscura que se extendía sobre el asfalto. Algo yacía en el suelo, inmóvil. La luna, como un interrogador, enmarcó los trazos sanguíneos que calaban el asfalto. Mis ojos, ahogados ahora en el terror, no podían apartarse de la figura inerte. El sonido de sirenas se acercaba rápidamente, y supe que no podía quedarme allí.

La culpa me acompañó como una sombra implacable, filosa, cortante en su frialdad. Cometí el error de asistir a su funeral. Todos se conocían, yo era el único extraño. ¿No era eso sospechoso? Mi cara, arrugada por el remordimiento, debió decirles algo que mi boca se negaba a admitir. Salí corriendo y algo o alguien fue tras de mí: la culpa se pegó a mis piernas y la vi adherida a mis zapatos. Ha estado persiguiéndome desde entonces.

En el calendario veo ese día, tintado en sangre. Hace un año. El ordenador pestañea azules goteos. He empezado a escribir mi confesión. La luna, que antes me había parecido un verdugo, ahora es mi único testigo. Me sumerjo en la oscuridad de mis pensamientos, mientras las palabras fluyen en la página con una urgencia incontenible. Detallo la colisión, la sensación de culpa que se ha convertido en un monstruo en mi pecho, y cómo esa noche perdí algo más que la paz; perdí mi humanidad.

Mis dedos golpean las teclas con una furia desesperada y las palabras se entrelazan en un torbellino de confesiones. No estoy escribiendo para buscar el perdón, sino para liberar mi alma de la prisión de mi secreto. Cada frase es como una herida abierta que necesita ventilarse para sanar. Continúo y con cada palabra, el peso en mi corazón disminuye ligeramente. Cuando finalmente termino de escribir, miro el relato con ojos cansados, sí, pero al fin aliviado. He compartido mi culpa con una pantalla de luz. Pulso el botón para imprimir.

En la comisaría entrego mi confesión. El oficial lee mi cara. Lo cree todo. Mi gesto ha sido más honesto hoy. Hace los trámites y otro guardia toma mi brazo. Cuando entro en la celda, veo a otro hombre sentado en el banco de cemento, es un prisionero que parece sumido en sus pensamientos. Lo miro y una extraña sensación de familiaridad me recorre. Intrigado, le pregunto qué lo había llevado hasta allí. El hombre, sin mirarme, me contesta con furia: «¡Estoy aquí por intento de asesinato!» Él mira hacia mis pies, rabiando. Mi corazón se acelera cuando sus palabras resuenan de nuevo en mis oídos. «He estado persiguiendo al hombre que atropelló a mi hijo, hoy, justo hace un año. Quise matarlo, estuve a punto de hacerlo esta mañana». ¿Esta mañana? Oh, oh. Algo pasó… Recuerdo un estallido y luego un silbido, justo cuando regresaba del banco. El yeso de la pared se desgranó en un punto. No comprendí qué era eso. Detrás de mí empezó un revuelo agitado, alguien parecía discutir y se sucedió una ola de empujones; varios cuerpos terminaron en el suelo. Me pregunté qué habría provocado tal altercado. Desinteresado, entré a la oficina. El tubo fluorescente que está sobre nosotros parpadea y entonces se apaga. En ese momento el hombre levanta la vista, busca mis ojos en la oscuridad y me pregunta: «¿Y tú, qué has hecho?»--

Santiago Manuel de la Colina
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