Grados de sutileza



Colgando del cielo raso, una lámpara decantaba prosperidad. Su bulbo luminoso semejaba el abdomen de una luciérnaga atrapada en su eterno éxtasis eléctrico. El detective Shhh! revisaba un documento en su ordenador. Frente a él, un señor de cabellos de coral le miraba rascando un volcán en su nariz.

—Vamos a ver, señor Benítez. Su hija única ha sido secuestrada. Le han dicho que no le avise nada a la policía y le piden un millón de euros.

—Así es, pero tampoco quiero que se entere mi mujer, ni mi amante, ni mis socios, nadie, entiende… nadie.

—Ha venido al lugar correcto. Somos la discreción hecha carne. Nadie más se enterará.

La asistente Mute, que miraba entre las persianas, volteo a verle, afilada. Benítez sintió, atrapado en la garganta, un bolo de angustias que secretaban incomodidad.

—Entonces, ¿va a pagar?

—Sí — dijo reventando el volcán, que lloró un hilo amarillo y espeso.— No queda de otra, ¿verdad?

—Traiga el dinero una vez que lo consiga y le digan donde debe de entregarlo. Nosotros aquí acondicionaremos la maleta para poderla rastrear.

Escucharon un rasgueo y luego un gemido. Mute dejó la ventana y abrió la puerta del armario. Salió un pug con un tutú rosado. Lo montaba un tití pardo de ojos melados que vestía como botones de un hotel.

—No haga caso, —dijo ella. —Son nuestras dulces mascotas. Unas monerías que no le harían daño a nadie. Ven Polly, ven. Yuyu, dale algunas croquetas. Mire qué coqueta. Una croqueta para la coqueta.

—Yuyu sabe cuidarla —anotó Shhh! —Vaya con Dios.

Benítez empujó a su sombra, que parecía restregarse a gusto sobre la alfombra. La tarde se fue silenciosa, dando pasitos cautelosos.


Dos días después, Benítez regresó. La luz carnosa del cielo raso le dio cobijo y se sintió tranquilo. Traía consigo un bulto que floreaba billetes grandes y olorosos. Un millón. ¡Quién tuviera semillas, para plantarlos! El detective y su ayudante revisaron y contaron los fajos.

—Nos quedaremos con el 35%, de acuerdo a lo estipulado.

—¿Saldrá todo bien?

—No se inquiete, desde luego. En cuestiones de sutilezas somos unos ases. Una vez hecho, olvidado.


Le llamaron después a su oficina. Escuchó una voz mosquitera decirle que en casa ya dormía su hija y que el resto del rescate estaba bajo su cama. Al llegar, ella estaba levantada y merendaba un horripilante cereal de colores.

—¿Qué sucedió, hija?

La niña al hablar escupió leche y pastosas menudencias.

—Mira, Pa. Estaba encerrada en un cuarto. Escuché mucho jaleo. Se oyó un pin-pun-pin-clic y la puerta se abrió. Se asomaron un mico y una pug con sobretodos de plástico, manchados de sangre. ¡Genial! Él se montó en ella y se fueron. Al salir, vi al secuestrador degollado. Fue grotesco, lástima que no traía mi móvil. Abajo me esperaba una limusina. Llegué muriéndome de sueño.


De nuevo en el despacho y bajo la cálida luciérnaga, Benítez le preguntó al detective Shhh!

—¿Cómo lo habéis hecho?

Este, acomodándose, le replicó:

—¿De qué me habla?

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Santiago Manuel de la Colina
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