Que sea lo que dios quiera

—Veo que estáis poco habladores, pero de aquí solo uno saldrá sin esposas, mientras que el otro se quedará una temporada acompañándonos. —Miriam cerró la carpeta, cruzó los brazos y apoyó los codos sobre ella—. Estabais los tres en la misma habitación, un disparo, un muerto. Los dos no pudisteis disparar a la vez. Quiero saber quién fue y lo quiero saber ya.

Los ojos de la inspectora saltaban de un sospechoso a otro sin pestañear. Ceño fruncido, labios apretados. Felipe, el subinspector que la acompañaba en ese interrogatorio, conocía la manera de proceder de su compañera. La dejaba hablar y contemplaba cómo, poco a poco, las capas de invulnerabilidad de los sospechosos iban cayendo como una torre de naipes. Le gustaba esa parte, disfrutaba con cada pregunta, con cada puesta en escena y con cada gota de sudor que caía resbalando de las frentes de los incautos detenidos que pensaban, de manera equivocada, que serían capaces de torear a aquella mujer de metro sesenta, ojos grises y melena negra, con rostro angelical.

—Mire, nosotros no hemos…

—Inspectora Rueda —cortó tajante con un tono de voz duro.

El sospechoso se sorprendió y volvió a comenzar.

—Inspectora Rueda, nosotros no hemos hecho nada. ¡Ese desgraciado se pegó un tiro sin venir a cuento! —Andrés hablaba de manera atropellada y Jorge, el otro detenido, asentía con cara de bobalicón.

—¡Claro! Se suicidó, pero esperó que estuvierais los dos allí para tener público y que le aplaudieran el espectáculo. ¿Como no se nos ocurrió antes, inspector Casto?

Felipe la miró intentando contener la risa a la vez que levantaba los hombros. Miriam volvió a mirarlos.

—O me decís qué coño ha pasado ahí dentro u os meto veinte años a cada uno por asesinato. Y diez más por gilipollas.

—¡Es ver… verdad! Nosotros no hemos hecho na…nada —saltó Jorge que miraba a la inspectora con ojos suplicantes.

—¿Y tú qué pintas en esto? ¿Eres el bufón tartamudo de tu amiguito? El interpelado bajó la mirada y se revolvió nervioso en su asiento.

Andrés se disponía a hablar cuando la puerta de la sala de interrogatorios se abrió y un policía tendió un dossier a Miriam.

—Gracias, Ernesto. —Abrió la carpeta y comenzó a ojear cada folio con parsimonia. Entre uno y otro, levantaba la vista hacia los detenidos y asentía. Cuando terminó le pasó las copias a Felipe, que hizo lo propio.

—Bien, ya sabemos más cosas, como vosotros no queréis hablar, hablan las pruebas. Primero, el arma está registrada a su nombre, Andrés. Segundo, por lo que parece, el finado regentaba un lucrativo negocio de apuestas. Tercero, entre la lista de morosos que hemos encontrado en una libreta en el apartamento, aparecen dos nombres que coinciden con los suyos y unas cantidades al lado nada despreciables… Cuarto, solo había una bala en el tambor de la pistola, que fue la que se incrustó en la cabeza del pobre y honrado fallecido. Quinto, y esto es lo que resuelve el caso, hay huellas de los tres. En fin, gracias por su tiempo, nos veremos en el juicio. Espero que su estancia en nuestro hotel de lujo les resulte gratificante. Y ahora, si nos perdonan, tenemos otros casos sin resolver.

Miriam se levantó arrastrando la silla, Felipe la imitó.

—¡Ha sido él! —gritó Andrés acusando a Jorge.

—¡Yo… Yo… no he hecho nada! ¡Todo fue idea suya!

—No es necesario que habléis ahora, está clarísimo, ojalá todos nuestros casos fueran así, ¿verdad, compañero?

Felipe asintió y dejaron la sala de interrogatorios con los dos sospechosos mirándose con los ojos saliéndose de las órbitas.

—¿Tan claro lo tienes? —preguntó a su compañera una vez fuera.

 —Uno de ellos trabaja en un casino, es crupier. El otro es profesor de matemáticas y estadística. ¿Necesitas un mapa?


Javier Marín Mercader.

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