El alma es una pincelada

El viento me llevó hasta la orilla, una invitación delicada. Me senté en un escalón del paseo marítimo y clavé el caballete en la arena. En el rojo amanecer, el Sol se disculpaba con las nubes por vaporizarlas. Al verlo así, tan intenso y fluido, me partió el hambre. Me levanté y me dije: «¿Solo piensas en comer?» Dejé a un lado, sobre una mesa, mis pinturas y el caballete. «¿Puede traerme un huevo frito?» La chica regresó con un plato en el que había un amanecer redondo, puro, de un naranja tan inflamado que sus destellos deslumbraban… El hambre es mística. El pan, acomodado en una cesta, esperaba caliente; con él rompí esa estrella y mi platillo se convirtió en una intensa supernova. La chica me trajo más café. No recuerdo cuándo me tomé el primero. «¿Pinta usted realista?», me preguntó. «¿Como si fuera una fotografía?», quise saber. «Sí». «Ah, no, soy más bien pintor abstracto». Ella pareció un poco desilusionada. Ha de haber pensado: «¿A qué viene al mar a pintar si no lo pinta?» El huevo frito coloreó al pan, lo mordí, lo desintegré. El café ayudó a desaparecer lo que quedaba. Pagué. Pinto lo que la mano me dice, es independiente, le digo. Yo solo proveo la energía cinética necesaria. Volví a mi punto de inicio. El escalón estaba más caliente. El sol era ya una farola, las nubes, una verbena de vapores. De joven me daba por ser realista y pintaba marinas, amaneceres, mercadillos, gente de sonrisa amable. Todo empezó cuando un amigo me preguntó si realmente teníamos alma. Yo le dije que sí, que se llama pensamiento, algo tan débil como una pincelada translúcida. Luego, mi mano enloqueció, creo. Se volvió introspectiva y ya no pude controlarla. Quería pintar lo invisible. Al amor, por ejemplo, con emplastes suaves, cálidos; el odio, con una tortuosa tormenta de índigos profundos. No es que haya querido huir de la realidad, es mi deseo estar en sus estrías, en la musculatura de lo concreto, casi a nivel atómico. Bueno, debía empezar ya. Busqué en mi móvil mi estación favorita. La Valse de Ravel… oh, qué olas tan sonoras, me alimenta la música cuando pinto, sí, es mi combustible. Coloqué el bastidor en el caballete. El lienzo, puro como la ilusión, era también una ventana que acaba de abrirse al ensueño. Destapé un tubo de pintura blanca. Acerqué el pincel y tomé un poco. Al centro inserté un punto y allí dejé mi alma, perdida en el desierto evanescente de la realidad.

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Santiago Manuel de la Colina
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