El retrato del Mal



¡Qué desastre he dejado! Era inevitable; trabajo por impulsos y suelo, paredes y objetos han quedado impregnados. Limpiar va a ser un faenón, pero ha valido la pena. El retrato ha quedado bien y ha sido pagado estupendamente. Sí, soy pintor. Hago retratos al óleo. Trato de descubrir en la gente, valores emocionales que difícilmente se pueden encontrar.

—¿Es posible que en el interior del alma se oculte una realidad oscura? —me preguntó Josías Magallón, mi último cliente.

—Oh, claro que sí —afirmé. —Las emociones más profundas suelen evadir la luz, pero basta con captar el más débil destello para describir la esencia emocional más profunda. Soy capaz de verlo, créame.

Josías mostró un gesto de incredulidad. Pensé que cuando mencionas «creer», la gente, por antonomasia, tiende a hacer lo contrario. Su gesto cuaternario le hizo mostrar sus colmillos.

—Verá, señor pintor, usted sabe quién soy, ¿verdad? No ignora de qué va mi negocio, ¿cierto?

Era verdad, sabía que el hombre —que nunca tuvo el interés de llamarme por mi nombre, a pesar de conocerlo— estaba metido en negocios turbios. Se sospechaba que había eliminado a su competencia mediante extorsiones y asesinatos.

—Quiero, a ver si me comprende, que con su habilidad, sea capaz de «fotografiar» mi esencia y que la gente me tema solo con ver mi rostro, ¿entiende? Quiero que haga de mí el Retrato del Mal, ¿capici?

Eso me hizo reflexionar: algunos dicen que no debes morder la mano del que te da de comer, pero creo que tengo los artilugios suficientes para lograr que, una vez mordida la mano, me den más y deseen, con ardor, que se las muerda de nuevo.

—De acuerdo. Serán 16.000 €.

—Oiga, eso es mucho dinero —se quejó Josías.

—Es una ganga, usted gozará del detallado trazo de la efigie de su propia perfidia. Además, independiente del costo, usted verá cómo le reditúa en orgullo y seguridad. Créalo, le temerán.


Una semana después, el retrato estaba listo. Lo cité en mi cabaña de las montañas, donde me gusta sumergirme en la atmósfera suntuosa de la humedad pluvial. Llegó de noche en su impresionante Tesla, vestido elegantemente. Tocó a la puerta y le dejé entrar. Le mencioné que había invertido bien en su pintura, asegurándole que estaría satisfecho. Él, como de costumbre, mostró su escepticismo torciendo la boca.

—No piense que va a estafarme, ¿eh?

—Le aseguro que no tengo intención alguna de hacerlo. Por favor, pase y tome asiento junto a la chimenea.

A un lado, había dispuesto el caballete con un bastidor cubierto por una tela. El fuego lanzaba chispazos macabros, creando una atmósfera inquietante.

—Muéstreme eso ahora mismo, que tengo cita con una mujer tan deslumbrante que está más allá de sus posibilidades, señor pintor.

—¿El dinero? Espero que lo traiga.

—Aquí está. Ahora, destape ya.

—¡Bien! —dije mientras descubría la pintura con un gesto teatral. —Tarán.

—Pero… ¿Qué marranada es esta? ¡Ese no soy yo! Ese es usted, su maldito… —En ese momento le rebané el cuello, manchando todo de rojo y escuché cómo su voz resonaba como pavo jolgórico:

—Autorretratlolobobloblo…

Josías cayó al suelo, revelando su verdadero retrato: el de la estupidez.
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Santiago Manuel de la Colina

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