Ceguera



Hoy amanecí con la idea de no ver más, de tragarme la luz y no devolverla a mis ojos, sí, no más, ni tan siquiera pensar en el porqué y es que para lograrlo creí que bastarían las gafas oscuras; pero a veces el sol se destila por las esquinas, incluso veo reflejadas mis pupilas en el plástico ahumado; así que lo que hice fue echarme el pelo largo en la cara y colocarme las gafas encima; sin embargo, fue una lata desayunar y peor comer, pues mi pelo terminó chorreando leche o sopa; entonces le escribí una nota a mamá, pues no tenía ánimo siquiera de hablarle, y le dije en tinta negra que me llevara a cortarme el pelo con la Miss Musaraña, bueno eso es lo que parece, ya ni me acuerdo de su nombre; nos vamos en coche, entro detrás de ella y voy a sentarme en la silla que gira; la señora me pregunta, casi riéndose, cómo quiero el corte y le enseño mi móvil donde aparece Sia, mi cantante favorita, y desea saber que si además del flequillo, también me pinta de rubio la mitad de mi pelo negro, digo que sí, y también le pido que luego me ponga el gran moño oscuro que tengo en mi regazo; ella vuelve a reír; me quita las gafas y la luz empieza a doler y luego abre mi cabello y quedo expuesta a la realidad; cierro, aprieto y fundo mis ojos en el olvido; de repente oigo los pasos de mi madre, apresurados como siempre, y la escucho decir que quiere tomarme una foto antes de que me esconda en mi cortina de pelo; oigo ruidos y algo pasa, creo que el móvil se le cae y parece que alguien lo pisa y lo rompe y mamá parece llorar, pero ya no veo sus lágrimas de rímel, ni el rojo de sus labios derretirse, soy ciega por decisión propia




Desde que despertaste no me has dado la cara, te pusiste las gafas de tu padre, las enormes; y así te metiste a la ducha y echaste seguro a la puerta, pero no fue suficiente, y te vi esconderte en la bruma de tu pelo negro, como si fueras la chica fantasma de «El Aro» y me diste miedo; decides desayunar en silencio agachada sobre tus cereales, te has vuelto a poner las gafas, pero ahora sobre el pelo y usas una pajilla para absorber; luego te vas a tu cuarto y a la hora de comer lo mismo, pelo sobre el plato de fabada y ojos ocultos, ¿qué te pasa? Ya ni me hablas, entonces ya en la tarde me tiras el papel con tu demanda y me duele, porque no escucho tu voz dulce, dices con tu letra de niña, «Llévame a la pelu», y tú tomas las llaves y vas y esperas en el coche, pues yo todavía tengo que hacer algunas cosas, y veo que cargas una bolsa de plástico con algo y cuando salgo media hora después tú estás sentada, inmóvil, como una versión femenina del Tío Cosa de los Adams, y llegamos, no dices nada, vas directo a la silla de Miss Mercer, que me mira sorprendida y yo encojo los hombros, no puedo culparla por reírse, te ves graciosa y le enseñas algo, te quitas las gafas y tus párpados se arrugan sobre tus ojitos y te hace un partido en medio y me da miedo que ya no vea tu rostro en mucho tiempo y me acerco y saco el móvil para tomarte una foto y choco con una mujer y el teléfono se me cae al suelo, y veo que llega un mensaje de Juan, pero el tacón de aguja de esta mujer se clava en la pantalla y lo estrella, en ese momento veo caer sobre él un mechón de tu flequillo y en el momento en que voy a leerlo, se apaga y me quedo allí de rodillas y lloro, pensando, qué te ha hecho refugiarte en tu mundo




Violeta llega a la estética Miss Mercer justo después de la siesta, detrás de ella, Elena, su hija de diez años entra con el pelo largo cubriéndole la cara y con las gafas de su padre sosteniendo parte de su mechón, además carga con una bolsa de plástico en la que trae un enorme moño negro; camina inclinando la cabeza como si mirara al suelo, pero no, ella está decidida a no ver más, a dejar que solo los ojos de la memoria le digan como fue ese mundo al cual ya no quiere pertenecer; pero traer ese pelo tan largo sobre la cara le resulta poco práctico; los cereales que le encantan y el caldo de alubias que odia, le ensucian el cabello, además, las gafas oscuras son muy grandes y hay que estarlas sosteniendo a cada rato, así que ha decidido llevar un corte de pelo como la de su artista preferida, Sia, que trae un flequillo que apenas libera sus labios rojos, así verá lo menos posible ese universo que ya no es suyo, se ha apropiado de una ceguera selectiva, pues ha visto algo que le ha encandilado y le atormenta en cada momento, así que va directo con la estilista, sube a tientas sobre la silla giratoria y se acomoda; su madre no entiende por qué la niña se comporta de esa manera y por amor, la secunda, pero le mortifica que algo le haya pasado; la dueña del lugar le pregunta qué corte desea y ella le muestra en su móvil una fotografía de la cantante australiana, que además trae la mitad pintada de un negro intenso, mientras la otra es casi de oro; la mujer usa un peine para separar ambas mitades; Violeta, pensando que perderá a su niña atrás de ese flequillo, se levanta y se acerca para hacerle una última foto a ese rostro pálido y dulce y guardarla en la memoria de su aparato, pero justo cuando lo acerca, una mujer lo golpea y cae al suelo y tratando de ver qué ha pasado lo pisa con el tacón afilado de uno de sus zapatos, estrellándolo y Violeta alcanza ver que le llega un mensaje de WhatsApp, se agacha, pero parte del fleco de la niña cae en la pantalla, pero antes de que ella vea lo que su amante Juan le ha escrito, «Violetilla, creo que tu hija nos ha visto besándonos en el restaurante», el móvil queda ciego y ella llora sin remedio

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Santiago Manuel de la Colina

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