Ajuste de cuentas
—¡Bienvenidos, habitantes de esta villa, a la XXXII edición de la Fiesta Medieval de Ribadeira, que nos reúne a todos para recordar, festejar y hacer más presente nuestro pasado tan glorioso! Yo soy el conde de Rocadura, señor de estas tierras, y os doy la bienvenida a tres días de pasacalles, malabaristas, tragafuegos, espadachines, jinetes, cetreros, leprosos, dragones y muchas otras maravillas. Desde hoy, estas calles se trasladan al Medievo, y en ninguna taberna os dejarán pagar sino con maravedíes, ni podréis deambular sino con la ropa adecuada. Yo mismo en persona estaré vigilando que tal cosa ocurra tal y como debe ser, y castigaré de forma severa a quien rompa la ley de nuestra celebración más antigua. ¡Adelante, Ribadeira! ¡Que empiece la fiesta!
Pedirle al verdadero conde de Rocadura que interpretara a su antepasado en el pregón fue una ocurrencia por la que todos daban la enhorabuena al alcalde, pero no dejaba de ser una paradoja mezquina. Si aquel malvado terrateniente había plagado esta villa de soldados de espada fácil, torturadores y asesinos, y la época que ahora festejamos se significó por las horribles matanzas de labradores y viajantes, por las torturas en patios cerrados de los que nadie sabía más que los gritos y por los diezmos que asfixiaban a los nuestros, poco bueno se podía decir de quien ahora encabezaba el condado, con quinientos años de diferencia.
Mis vecinos son todos buena gente y no protestaron apenas, más allá de algunos silbidos cuando pasaba el conde vestido de época y unos cuantos murmullos a su espalda. Y eso que había motivos para echarle en cara cómo había actuado con lo de la fábrica, que los mismos que estaban en la fiesta habían perdido su trabajo una semana antes cuando la empresa decidió trasladarse a Marruecos y ponernos a todos en la calle. Calles engalanadas, sí, y puestos de comida y oficios tradicionales para recordar el pasado, pero ganas de fiesta teníamos pocos.
Solo el conde, que al fin y al cabo los terrenos eran suyos y le habían indemnizado bien por una operación de la que no había querido avisar a nadie. Él nació en esta villa y había crecido entre nosotros como uno más, pero firmó el cierre con los japoneses y aceptó guardarse la noticia hasta que salió en los periódicos. Y entonces ninguno tuvimos salida, solo una paga de auténtica miseria por treinta años de dejarse el lomo. Ah, y una cesta de Navidad. Eso también nos lo dieron.
De manera que, cuando vi al conde pasearse como su mismísimo antepasado, con la misma chulería y el mismo desprecio que debía de tener aquel, pensé en meterle un navajazo en las costillas. Nada definitivo, solo un pequeño sustito para que, al menos una vez, se le bajaran los humos.
Me acerqué sin prisa. No iba a irse muy lejos, él estaba tan tranquilo actuando como el gran protagonista de toda la celebración. No llevaba escoltas, no temía que le fuera a pasar nada. Y entonces le llegué por detrás, abrí la hoja con la que tantas veces había cortado cables en su fábrica y le di una mojada entre las costillas. Poca cosa, un meter y sacar de apenas un segundo, pero sé lo que te hace sentir, que a mí ya me lo hicieron también y no es divertido.
Entonces se giró y de verdad que se me heló la sangre. Lo que vi no era posible. Soy un tipo viejo y me han pasado muchas cosas en la vida, pero esto… No, nunca habría imaginado algo así: el hombre al que había pinchado no era el mismo dueño de la fábrica que nos había puesto en la calle, sino su ancestro, el que aparecía en el cuadro de la entrada de las oficinas y en la recepción de la Casa Consistorial. El fundador de esta villa en 1212, tal y como aprendimos en la escuela. Era imposible que me confundiera después de tantas veces como había visto a uno y a otro, ni estaba tan borracho como para tener visiones.
Me quedé paralizado. Sus ojos eran terribles y me miraban con un fuego intenso que me atravesó de parte a parte. Apretó los dientes, se tocó la herida y vio la sangre que le manchaba los dedos. Entonces se propuso gritar con todas sus fuerzas, no un chillido de dolor, sino de rabia profunda y necesidad de venganza. Sin duda, habría llamado a sus hombres, que habrían hecho de mí lo que quisieran. No me quedaba más que un suspiro para convertirme en presa de una situación que no entendía, pero de la que estaba convencido que no iba a salir.
Y entonces ocurrió algo más extraño si cabe. De la masa de gente que me rodeaba aparecieron unas figuras vestidas con ropa de labrador, gente humilde de manos ennegrecidas, cordón a la cintura y zapatos rotos. Los miré a la cara, pero ninguno de ellos me sonaba lo más mínimo, y eso que esta villa no es grande y todas las familias se conocen. Eran más de veinte, que salían de las tabernas y fueron a por él con largos cuchillos, hoces, palas, horcas y azadones. No los vio llegar y, cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando, uno ya le había clavado en la barriga un machete del tamaño de mi brazo. Otro le rebanó la garganta con una hoz, el más grande le abrió la cabeza de un golpe de pala y luego ya vinieron los demás a rematarlo.
Nunca había visto tal grado de ensañamiento, ni siquiera con los lobos que se llevan las ovejas y desgracian la vida a los ganaderos. Todo estaba lleno de sangre. Era un espanto lo que habían hecho en plena calle principal, a la vista de todos y a la luz del día. Mi acción se había quedado en nada si la comparamos con lo que había hecho esa gente misteriosa, hombres y mujeres disfrazados para mezclarse con los de la fiesta y que el asesinato les resultara más sencillo.
Lo que vino después ya lo saben todos: Venancio, el de la frutería, empezó a gritar que el conde se había desplomado, vino la ambulancia y se lo llevaron al hospital. Y en ese momento ya no quedaba nadie de los que habían cometido el asalto. Miré a mi alrededor y los que vi eran mis vecinos de siempre, que observaban la escena más con sorpresa que con temor, como si aquello fuera parte de la representación del festejo.
Aún a día de hoy hay muchas cosas que no entiendo: la autopsia decretó que el conde murió de un infarto fulminante y Venancio asegura que lo vio ponerse pálido y perder el sentido en pleno desfile. Nadie sabe nada de los labradores que yo he contado, ni heridas, ni sangre, ni nada de eso. Ni siquiera el navajazo que yo le pegué, o eso pensaba. ¿Es que nada de eso ocurrió en realidad? ¿Todo fue cosa del alcohol y las ropas de época, y mi cabeza se inventó una historia por sí misma?
¿O igual es que hacía falta que una sola persona alzara su voz —y un arma— contra la opresión de los ricos y los poderosos, y eso dio lugar a un ajuste de cuentas no solo hoy, sino también hace quinientos años? ¿Es posible que los dos condes, pasado y presente, estén ahora en el mismo infierno por la mano de aquellos de los que tanto se dedicaron a abusar?
No lo sé, no tengo idea de si algo así es factible, pero rezo por no encontrarme nunca más con una historia como esa. Porque, si fuera así, no creo que mi cordura lo resistiera dos veces.
Gabriel Romero de Ávila.
Genial, Gabriel! Imaginativa, buen ritmo de narrado, buen léxico, descripciones vívidas... Me encantó.
ResponderEliminarMe uno al comentario de María
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