Cruzados
Los gritos de las gaviotas le despertaron de su inesperada siesta. Le ardía la piel y entonces recordó dónde estaba: en el barco. Segundo día de crucero. Cerca de la hora de comer. No tenía hambre, la discusión de la noche anterior le había cerrado el estómago. Apenas había conseguido dormir, con él roncando al lado, y su propia cabeza martilleando en la herida tan reciente.
No quiso acompañarle a desayunar, con la excusa de darse una ducha para contrarrestar los efectos del insomnio. Él se ofreció a traerle un oloroso café, pero ella se negó. No quería su amabilidad sustitutoria.
Una vez sola, se puso bajo la ducha fría. Usó el gel floral del set de miniaturas, regalo de su amiga para que lo usara en el crucero mientras ella se quedaba en tierra, muerta de asquerosa envidia… Se permitió un poco de agua tibia mientras lloraba de rabia, y luego terminó con más agua fría.
Se envolvió en la toalla esponjosa. Se vistió con un vestido vaporoso y fresquito, y salió del camarote con el pelo mojado, chorreando surcos de agua por su espalda y su escote.
Se había sentado en una tumbona de la piscina para leer y desconectar; pero en algún momento, al calor del sol y con el susurro del agua siendo atravesada por el casco del barco, se habría dormido. Ahora le ardía la piel. Las gaviotas se reían. Decidió volver al camarote, sin pensar bien para qué. Él estaba esperándola.
-¿Dónde estabas? -su voz sonaba preocupada.
Ella no estaba dispuesta a hablarle. Fue al cuarto de baño, cogió un bote de crema y empezó a untarse por toda la piel dolorida.
-¿No vas a hablarme? -dijo poniéndose en medio de la puerta.
Ni a escucharle, tampoco. Pero, cuando fue a salir, él le cerró el paso y le sujetó por el hombro. Ella lanzó un quejido de dolor.
-Duele -fue todo lo que dijo.
-Nos quedan cinco días de viaje. ¿Vas a estar así?
-Preferiría no estar.
-Vamos…
-No. No hables en plural. Nunca más. Tu decisión no fue en plural, no tuvo en cuenta el plural, así que no vamos, nunca más.
-Oye, tuve que decidir…
-Mañana cogeré un avión de vuelta desde Venecia. Disfruta tú de lo que queda de crucero.
-Vamos…
Y ella le empujó con todas sus fuerzas, gritando un ronco y desgarrado: ¡NO! Y volvió a salir del camarote corriendo.
Él la siguió, la persiguió por los pasillos enmoquetados, que apagaban sus pisadas.
¿Tenía él enmoquetado el corazón cuando aceptó el puesto en Estados Unidos?
La alcanzó.
-Para. ¡Para! Por favor, no te vayas.
-Tú no eres quién para pedirme eso.
-No debería habértelo dicho aquí.
-No lo hiciste. Te lo oí, ¿recuerdas? Se te escapó delante de mí cuando hablabas con tu primo.
-Vamos a hablarlo, por favor.
-¡Tarde! Ya tomaste la decisión, sin hablarlo conmigo. ¿Qué hacemos aquí, dime? ¿Para qué este crucero? ¿Por qué? ¿Por qué…?
Él se quedó pensando en medio de la inusitada soledad del pasillo. Mudo, quieto, dejándola escapar de entre sus dedos. Un susurrado: "No lo sé", fue la última excusa.
Maria Lopez Sarinena
Intención del texto: no utilizar ninguna referencia visual directa.
No quiso acompañarle a desayunar, con la excusa de darse una ducha para contrarrestar los efectos del insomnio. Él se ofreció a traerle un oloroso café, pero ella se negó. No quería su amabilidad sustitutoria.
Una vez sola, se puso bajo la ducha fría. Usó el gel floral del set de miniaturas, regalo de su amiga para que lo usara en el crucero mientras ella se quedaba en tierra, muerta de asquerosa envidia… Se permitió un poco de agua tibia mientras lloraba de rabia, y luego terminó con más agua fría.
Se envolvió en la toalla esponjosa. Se vistió con un vestido vaporoso y fresquito, y salió del camarote con el pelo mojado, chorreando surcos de agua por su espalda y su escote.
Se había sentado en una tumbona de la piscina para leer y desconectar; pero en algún momento, al calor del sol y con el susurro del agua siendo atravesada por el casco del barco, se habría dormido. Ahora le ardía la piel. Las gaviotas se reían. Decidió volver al camarote, sin pensar bien para qué. Él estaba esperándola.
-¿Dónde estabas? -su voz sonaba preocupada.
Ella no estaba dispuesta a hablarle. Fue al cuarto de baño, cogió un bote de crema y empezó a untarse por toda la piel dolorida.
-¿No vas a hablarme? -dijo poniéndose en medio de la puerta.
Ni a escucharle, tampoco. Pero, cuando fue a salir, él le cerró el paso y le sujetó por el hombro. Ella lanzó un quejido de dolor.
-Duele -fue todo lo que dijo.
-Nos quedan cinco días de viaje. ¿Vas a estar así?
-Preferiría no estar.
-Vamos…
-No. No hables en plural. Nunca más. Tu decisión no fue en plural, no tuvo en cuenta el plural, así que no vamos, nunca más.
-Oye, tuve que decidir…
-Mañana cogeré un avión de vuelta desde Venecia. Disfruta tú de lo que queda de crucero.
-Vamos…
Y ella le empujó con todas sus fuerzas, gritando un ronco y desgarrado: ¡NO! Y volvió a salir del camarote corriendo.
Él la siguió, la persiguió por los pasillos enmoquetados, que apagaban sus pisadas.
¿Tenía él enmoquetado el corazón cuando aceptó el puesto en Estados Unidos?
La alcanzó.
-Para. ¡Para! Por favor, no te vayas.
-Tú no eres quién para pedirme eso.
-No debería habértelo dicho aquí.
-No lo hiciste. Te lo oí, ¿recuerdas? Se te escapó delante de mí cuando hablabas con tu primo.
-Vamos a hablarlo, por favor.
-¡Tarde! Ya tomaste la decisión, sin hablarlo conmigo. ¿Qué hacemos aquí, dime? ¿Para qué este crucero? ¿Por qué? ¿Por qué…?
Él se quedó pensando en medio de la inusitada soledad del pasillo. Mudo, quieto, dejándola escapar de entre sus dedos. Un susurrado: "No lo sé", fue la última excusa.
Maria Lopez Sarinena
Intención del texto: no utilizar ninguna referencia visual directa.
Bonito relato María, también como la vida misma de "hoy" hace 40 años esas cosas no pasaban.
ResponderEliminarYendo y viniendo entre estas sorprendentes frases que se crecen como una niebla sensorial que te atrapa, lo sientes y es como si esas palabras palpitaran y tuvieran pulso... pura vida. Buen trabajo.
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