Veintinueve días
VEINTINUEVE DÍAS
Nunca sabremos qué pasó. No fue un lobo, ni una alimaña. No fue la fuerza del agua, ningún ruido pudo asustarla en medio de tanto silencio. Ponga se fue y ella nunca podrá contarme su historia
Domingo 4 de agosto.
El ascenso era duro. El sol lamía las rocas resbaladizas bajo nuestros pies como pistas de hielo. Nos agarrábamos a los espinos para darnos impulso y remontar la senda escabrosa que apenas se adivinaba. Ponga, mi perrita, subía y bajaba una y otra vez infatigable, con esa agilidad que sólo tienen los perros jóvenes, ávidos de libertad, orgullosos, convencidos de que son ellos los que van abriendo camino a los torpes humanos.
Arriba, el paisaje se desperezaba, se abría inmenso. A 1600 metros de altitud, a kilómetros de distancia el pueblo mostraba vanidoso la grandeza del Palacio donde en el pasado descansaran los reyes de su regia fatiga.
A la sombra de los pinos detuvimos la marcha. Atraída por el sonido del agua Ponga corrió hacia la cascada. En una fracción de segundo, la Naturaleza, arrogante, me la arrebató. En un segundo eterno nuestras vidas dieron un vuelco. Hasta nosotros llegó un tímido lamento, única huella que dejó tras de sí. Después, nada. Sólo el agua. Solo silencio. El tiempo se detuvo.
Nos asomamos a la cascada temiendo descubrir abajo su cuerpo herido, su cuerpo roto. Revolvíamos la maleza, apartábamos las ramas secas que cerraban el paso. La montaña se llenó de nuestros gritos. La llamábamos con la respiración entrecortada, esperando que apareciese con un palo en la boca, como solía hacer, creyendo que todo fuera un juego – a mi perrita le gusta jugar, no entiende de la fatiga del Hombre- Su nombre retumbaba en el valle como un eco vacío más allá de la cresta de la montaña. Bajamos al pueblo, volvimos a subir empujados por la fatiga y la esperanza. Pero ella seguía escondida. La noche avanzaba deprisa en una carrera contra reloj tras nuestros pasos ahogados. El bosque calla los sonidos del día y despierta a los que viven en la oscuridad con sus sombras, arrullados siempre por la melodía del agua.
Y volvimos, un día, y otro día, y otro. . Pero ella no acudía a nuestra llamada, nadie la había visto , nadie la había oído, despareció sin dejar rastro. Dejé de ver sus ojitos, aquella su mirada, la misma que me cautivara puesta en pie desde su chenil el día en que me rescató de mi soledad. Aprendió a leer mi silencio, a lamer mis lágrimas, pero olvidé decirle que a mí no me gusta jugar al escondite porque tengo miedo de que nadie me encuentre, de que nadie me busque.
Pero volvíamos, y trepábamos por quebradas por las que nunca supe ascender, cada día alimentando una flaca esperanza hasta no tener su cuerpo, un rastro.
Domingo 1 de septiembre.
Una llamada rompe la tristeza de aquel domingo cargado de nostalgia. La policía nos dice que Ponga está, viva, allí, en el cuartel en brazos del chico que la ha encontrado, deambulando, desorientada, exhausta, las costillas clavadas en la piel. Ella, siempre huidiza, siempre nerviosa se abandona, cansada, en los brazos de su salvador. Ponga ha bajado. Su patita rota cuelga flácida. El chico, su cuerpo cubierto de tatuajes, pelo rapado, moño en alto, victorioso, abraza a mi perrita y sus ojos se empañan al ver mis manos temblorosas tomarla como porcelana fina .
Y esta es la historia que yo, pobre humano, puedo contar. Yo, que solo fui testigo de lo aquí contado, tiemblo al revivirlo y siento celos de aquel desconocido, grabado para siempre en nuestra memoria que rescató un trozo de la felicidad que creíamos perdida, el bálsamo más hermoso contra el dolor. Ponga. Simplemente. Una perra
Eva M-B
Wow, Eva!!! Conmovedor... Me encogió el corazón.
ResponderEliminarUn relato conmovedor. Felicidades Eva.
ResponderEliminarMuchas gracias. Es muy halagador. Nuestros comentarios nos ayudan a crecer juntos
ResponderEliminar