El telegrafista

El telegrafista fue el primero en morir. Apache Joe sabía lo que hacía cuando aquella noche eligió a sus víctimas. Ese hombre no le había hecho ningún daño, en realidad, pero tenía en sus manos la única forma de alertar del peligro y pedir refuerzos a los militares, y eso él no lo podía consentir. De manera que se acercó muy despacio y en absoluto silencio —a la manera que le habían enseñado en las montañas—, localizó a oscuras la oficina del telégrafo, se coló por una de las ventanas de la pared sur y lo buscó en el dormitorio, desde donde le llegaban espantosos ronquidos. No llegó a saber su nombre. Habría podido leerlo en el cartel que adornaba la puerta o en el membrete de las cartas oficiales en su despacho, pero eso lo habría convertido en una venganza personal y no lo era. Esto se trataba solo de una muerte necesaria. Los sentimientos los había estado reservando Apache Joe para unas personas en concreto, que habrían de ser las últimas en abandonar este mundo.


Por ello, el asesinato del telegrafista fue el que más le costó. Y en realidad no le llevó más que un suspiro: mover el largo cuchillo de parte a parte y seccionar la tráquea junto con las grandes arterias en un solo movimiento de muñeca. La sangre empezó a brotar con la fuerza de cada latido, inundó las vías respiratorias y acabó con su vida en un instante.

Y, sin embargo, había tardado años en tomar la decisión, porque esa era la única persona inocente que quedaba en el pueblo. Todos los demás habían vendido su alma, en un momento o en otro, a los miembros de la familia McKane: o bien a cambio del agua que manaba en su finca, o de las reses que pacían en su cercado o del oro que extraían de la mina en la montaña. El pueblo entero había llegado a depender de su voluntad y no había modo de oponerse a los dictados del viejo Jenner, las decisiones volubles de la abuela Rose o las llamadas «batidas de traidores» que realizaban periódicamente los malvados Tom y Haffer, con la ayuda del capataz Malone, un negro liberto al que solo le importaba obedecer a sus amos.

Nadie se había atrevido jamás a llevarles la contraria y eso había convertido el lugar en un reducto de egoístas delatores que disfrutaban de las ejecuciones públicas y miraban para otro lado cuando la ley hacía acto de presencia.

Apache Joe abandonó la casa y respiró por última vez aquel aire rojizo. La tierra se levantaba a causa del viento que arreciaba en las noches y traía consigo los miasmas que nacían en el desierto más profundo. Él mismo era uno de esos miasmas. En tiempos, había sido un lugareño más, el único que se había plantado en el camino de los McKane en las últimas cinco décadas, y a consecuencia de ello lo había pagado con creces: su rostro, deformado cruelmente por el hierro de marcar el ganado; sus piernas, pisoteadas por un caballo para que nunca pudiera volver a montar; sus manos, aplastadas por un martillo de herrero para que jamás sostuviera un revólver.

Sí, se habían divertido con esa venganza, e incluso después de eso lo habían abandonado en el desierto para que muriera y lo devorasen los carroñeros. Un espectáculo completo para los vecinos de aquel lugar, que de ese modo aprenderían a no meterse con sus amos. Suerte que a Apache Joe no lo llamaban así por casualidad, y los indios habían decidido cuidarlo durante los últimos meses para que siguiera vivo. Deforme, pero vivo. Muerto en espíritu, pero vivo y deseoso de cobrarse venganza.

A trompicones, arrastrando sus pies inútiles, consiguió volver a la calle principal. Ya debían estar empezando a notarlo. Pocos de ellos verían el amanecer después de haber estado bebiendo el agua que él llevaba semanas envenenando desde su refugio en los caminos del sur. Primero serían las convulsiones, después la falta de aire y finalmente algunos estertores agónicos antes de quedar paralizados por completo. No sería rápido, pero sí definitivo. Aquellos que sobrevivieran culparían a McKane, que era el dueño del manantial, y no pensarían que había mil sitios donde sabotear el caudal y que nadie se enterase. O quizá sí lo pensaran, pero daba igual: a esas horas, el mal ya estaba hecho y solo era cuestión de recoger lo sembrado.

Lo que más le importaba era que el ejército no viniera a salvar a nadie. Que el telegrafista no avisara a tiempo y que ninguna de esas ratas traidoras pudiera escapar. Él había cometido ese fallo un año antes al descubrir lo que estaba haciendo McKane con los envíos de dinero federal, y el hecho de delatarlo había dado pie al castigo. Pues nunca más. No habría nuevos avisos y todos morirían sin remedio.

Se volvió una última vez hacia la casa que había sido suya y descubrió que aún no habían cambiado la placa que lucía la puerta: «Joseph McKane, telegrafista».

Qué lejos quedaban aquellos tiempos. Qué vida tan ajena a esta del presente, en la que había cambiado tanto y no por voluntad propia.

Sintió de repente un escalofrío en las manos y supo que había empezado a hacerle efecto. Moriría entre espasmos, allí mismo, en el que había sido su hogar. Apache Joe se reconciliaba en la muerte con el que había sido su pueblo y se unía al destino de todos. ¿No era acaso uno más, aunque todos le hubieran dado la espalda?

Respiró hondo y vio los primeros rayos de sol por encima de las montañas del este. Era una imagen preciosa. Siempre le había parecido el pueblo más bonito que se pueda imaginar.





Gabriel Romero de Ávila

Comentarios

  1. Historia potente, con aristas y amplia, desarrollo de final a principio, bien hilado, pero a mi parecer demasiado explícito. Creo que más breve, escrito a lo mejor en primera persona, sugiriendo la historia para que sea el lector quien trabaje y lograr su sorpresa, le daría más potencia. Pero no me hagáis caso, que no he desayunado.

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