Cucurucho sin premio

Mamá entra en la cocina. Estoy preparando su truita de patata. Como me mira, me doblega. Hay en sus ojos un flujo gris, algo que siempre horada mi ánimo. Oh, Dios, lo había olvidado. Ella trae en su mano ese papel como si fuera un viejo cucurucho, todo estropeado. Apenas si se ve el número. «Vamos ya, que se hace tarde y hay que cobrar el premio», me dice, un poco agitada. Ya está vestida para salir a la calle, con sus zapatos lustrados, su vestido de seda negra y ese viejo jersey gris tan fino y cuidado… y, bueno, su sombrero de gran dama. Ella se aferra a sus ayeres, a ese tiempo esponjoso, dúctil e inofensivo, que su cerebro le ha conformado. ¡Uf, se está quemando la truita! ¿Cómo pude olvidarlo? No la truita, sino su antediluviano billete. 

Es hoy, el día en que papá murió hace veinte años, justo cuando iba a cobrar el reintegro del billete. Los cables le cayeron encima… él… tembló, se agitó y después se fue de nuestro universo. El billete estaba en su mano izquierda, que quedó negra. Nada más imaginarlo, me estremezco. El papel quedó en forma de cono, brillante, como si lo hubieran plastificado. Mamá se le quedó mirando y tomó el cucurucho inservible. En su alteración quiso cobrarlo, como si no hubiera pasado nada. Desde entonces no ha salido de ese bucle. 

«Vámonos ya a Cuenca, hija». Cuenca. Cinco horas de silencio, porque ella no dirá nada. Apago la hornilla, abro el cubo de basura y vierto la truita. Hoy es el día, y lo había olvidado. Hablo con Julia para cancelar la fisio. Me iré como estoy, como si no fuera a salir, con el chándal descolorido y estropeado. No importa. Me quito el delantal y salimos. Ella, a pasitos, pisa mi sombra.

Abro el coche. Cuenca, maldita sea. ¿Cómo pude olvidarlo? Ella entra, y siento el aroma de su perfume de jazmines. Arranco. El trasto tose. Ojalá no encienda. Lo hace. ¡Impertinente! Ayer pasé casi diez minutos intentándolo. No hay excusa. Salimos a la calle. Hace viento, mucho, y demasiado calor. Prendo el aire. Oh, no funciona. ¡Jolines! Las calles son rudas; avanzamos temblando. Mamá, ni pestañea. Trae el billete en la mano derecha. Tenerlo en la otra es de mala suerte, dice; mira lo que le pasó a papá.

Salimos a la A-30. ¿Es por aquí? Hace calor, demasiado, ¡y yo que sudo como cascada! «¿Vas bien, mamá?» le pregunto. Solo asiente. ¿No debería detener esta locura sin lastimarla? Ah, no puedo. Soy hijita de mamá, y estoy ya acostumbrada a la vergüenza de que me digan que ese billete no sirve y que mamá monte un escándalo. ¡Ay, qué calor! Abro la ventanilla y el aire se mete en mi alma. Siento cierta paz. Ya ni modo. «Abre la ventanilla, que hace calor», me pide. Presiono el botón y baja despacio, lo que provoca que el viento entre como un águila y le arrebate el papel.  «¡Huy!», exclama. Se queda un rato mirando su mano blanca, con las yemas negras. Pasa unos minutos así, y yo no paro, como si el billete no importara, sino el viaje. Porque eso somos ella y yo: el viaje. Poco después me dice, «¿A dónde me llevas, hija?», y sin pensarlo, le respondo: «A casa, mamá, a casa».


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Santiago Manuel de la Colina
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