Otros se llevaron el Gordo






Fue Benito, el panadero, el que lo contó aquella tarde en la taberna. Lo había visto camino de la estación al rayar el alba. Llevaba el cuello del abrigo levantado; una mano en el bolsillo y en la otra una maleta color canela con herrajes de cuero marrón.

Pronto hará sesenta años. Aquel joven imberbe de entonces es hoy el viejo de iris pálido y dedos temblorosos que, arrumbado en una butaca raída, sigue soñando con el premio. Ha olvidado los detalles de su vida: el día de su boda, el nombre de sus muertos, los abrazos dados, pero en sus oídos aún resuena el chapoteo de los pasos aquel frío amanecer. Tampoco ha podido olvidar el perfume en la piel de aquella diosa. Tras la sonrisa guarda celoso un secreto. No le ha dicho a nadie que antes de morir cumplirá la promesa que le hizo.

Fue ayer.

Había llegado al pueblo a principios de noviembre. Encontró las calles cubiertas por un velo de fina nieve.

Al abrir la puerta de la fonda el tintineo de la campanilla rompió el silencio. Como una venus, emergiendo de las aguas, apareció ella detrás del mostrador. Aún recuerda cómo se llenó de luz la estancia. Sin poder apartar los ojos de los ojos de ella pidió, o quizás suplicó, una habitación. Sólo sería por unos días, le había dicho. Había venido para poner en marcha el telégrafo recién llegado de Bilbao. Ella lo escuchaba con una sonrisa sensual. La campanilla interrumpió su torpe balbuceo. El hombre que entró llevaba el cuerpo encogido y soplaba en el hueco de sus manos.

- "Buenos días, Goyo"- lo saludó – "Qué pronto has cerrado hoy la sacristía"- le guiñó un ojo –"En seguida te atiendo"-. Sin levantar la mirada, el sacristán, apenas en un susurro, masculló un buenos días y desapareció escaleras arriba. Ella se volvió de nuevo hacia el joven forastero. "Sólo unos días" le había dicho.

Pero los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses y los meses en sexo. Sediento de piel, quedó atrapado, seducido por los juegos de su vientre.

Extrañados por tanta demora la Compañía de Telégrafos reclamaba su vuelta - "La puesta en marcha del telégrafo se está complicando"- decía fingiendo enfado. –"si no es fallo del rodillo entintado es del electroimán. Esta máquina del diablo no quiere funcionar"- y así justificaba su permanencia en el pueblo. Un día y otro, y otro…

El frío anunciaba la llegada de la Navidad. Pronto se acabarían las excusas, la ciudad lo esperaba.

La última noche ella puso entre sus pechos un billete de lotería. Cogió la mano temblorosa del telegrafista y la hundió en su escote. - "Si toca ven a buscarlo"-

Eran las cinco de la mañana. Benito, el panadero, cargaba el pan recién horneado. La calle, toda, olía a pan.

Han pasado casi sesenta años.

Él sabe que antes de morir hará un viaje sin vuelta. Ya no recuerda adónde. Ya no tiene la maleta color canela, pero, de vez en cuando, así, ligero de equipaje, se le ve caminando por las vías del tren sin rumbo y si alguien le pregunta él siempre contesta:- "voy en busca de la lotería que escondió una diosa en su escote"-.



Eva M-B 19-11-24

 

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