Misterio y vaguedad
Justo cuando creo que el móvil ha tomado la foto, me adelanto hacia el trípode. Todos se ven felices, y oigo sus risas a mis espaldas. Hay un dejo de alegría y bienestar en mi alma. Cuando llego y volteo hacia donde está el grupo, ella ya no está. La busco con la mirada y tengo la impresión de que se hubiese desvanecido. Desprendo el móvil del trípode y reviso la fotografía. Allí está ella, sonriendo, ocultando su mirada tras las gafas de sol, en medio de Elena y de Jorge, entrelazando con ellos sus brazos. Miro de nuevo al atrio. Nada. Siento una extraña punzada. ¿Quién era ella? Vuelvo a mirar la imagen, como si esta tuviera más sustancia que su objetivo, como si hubiese capturado las emociones que nos habíamos negado durante tanto tiempo.
A diferencia de los demás, soy el que menos sonríe y me veo más bien despreocupado… liberado, de alguna forma, de aquella presión que nos llevó a quedar en el Wok chino, a un lado del ayuntamiento. Hoy hace un mes que Carlo falleció. Recuerdo que, en la universidad, todos éramos muy unidos y hacíamos casi todo juntos, pero al graduarnos, poco a poco, la cotidianidad nos fue resquebrajando. Si soy sincero, no sé qué fue lo que nos hizo alejarnos unos de otros. Nos dejamos de ver, de hablar; incluso algunos de nosotros llegamos a pelearnos por cualquier estupidez si coincidíamos en algún lugar, en un evento, o incluso en el bus. Ahora, ni siquiera eso. Sin embargo, el único con el que nunca tuvimos conflicto era él.
Se había trasladado a Francia y solía escribirnos o llamarnos con frecuencia, lamentando que ya no nos reuniéramos. Pocos días antes, nos comentó que le gustaría compartir con nosotros un momento de alegría, ya que había obtenido un premio en metálico por una de sus novelas, Misterio y vaguedad. La obra trataba sobre la relación de un hombre solitario que conocía a una mujer misteriosa, quien solo aparecía cuando él escribía, para inspirarlo. Hizo planes y nos convocó a comer en el Wok de la plaza, su lugar favorito, con la intención de recordar los momentos perdidos de nuestra juventud y recuperar algo de esa alegría olvidada. Una semana después, falleció.
Dios, para mí, fue terrible. Él, el único capaz de reunirnos y disipar nuestros incógnitos enojos, se había ido. Decidí tomar la iniciativa y reunir al grupo. Fue muy difícil, pues Carlo sabía que a la mayoría no le gustaba la comida china y que detestaban los bufetes. Quizá esta fuera nuestra última oportunidad para enfrentar nuestros incordios, en un lugar que, paradójicamente, no nos hacía sentir a gusto. «Tenemos que hacerlo», les escribí. «Es una forma de recordarlo». Cada uno protestó a su manera, pero al final aceptamos.
Llegamos más o menos a tiempo, a eso de las 11:00. Breves saludos, uno que otro, «¿cómo estás?», y varios titubeantes, «bien, bien». Entonces llegó ella, sonriente. Creo que se acercó primero a Hilda, la más tímida del grupo. Hablaron. Pensamos que era su amiga. Conforme nos levantábamos para llenar nuestros platos, ella iba pasando de asiento en asiento, sentándose junto a cada uno y hablando maravillas de nuestro amigo. Su sonrisa era contagiosa, y poco a poco, la reunión comenzó a soltar amarras, navegando por la memoria emocional del grupo. Casi al final, levantamos las copas y brindamos por nuestros futuros; cantamos y nos abrazamos. «¡En tu memoria, Carlo!», grité, emocionado.
Cuando nos poníamos de acuerdo para juntar el dinero, una mesera se acercó y nos dijo que la cuenta ya había sido pagada. «¿Por quién?», pregunté. La chica levantó los hombros y respondió que no lo sabía. La mujer misteriosa, cuyo nombre ignoro, sugirió que nos reuniéramos en el atrio de la parroquia para tomarnos una foto de grupo. Accedimos. «Retratemos nuestra alegría por haber conocido a Carlo», dije, aceptando la idea. Yo mismo fui al coche, saqué el trípode y monté el móvil.
Ahora, frente al atrio, sentimos el gentil gesto de aquella mujer. ¿Sería ella quien pagó? ¿Acaso fue la inspiradora de la última novela de nuestro amigo, Misterio y vaguedad? Extrañas, pero felices sensaciones nos envolvieron, permitiéndonos sanar nuestro olvido.
Santiago Manuel de la Colina
A diferencia de los demás, soy el que menos sonríe y me veo más bien despreocupado… liberado, de alguna forma, de aquella presión que nos llevó a quedar en el Wok chino, a un lado del ayuntamiento. Hoy hace un mes que Carlo falleció. Recuerdo que, en la universidad, todos éramos muy unidos y hacíamos casi todo juntos, pero al graduarnos, poco a poco, la cotidianidad nos fue resquebrajando. Si soy sincero, no sé qué fue lo que nos hizo alejarnos unos de otros. Nos dejamos de ver, de hablar; incluso algunos de nosotros llegamos a pelearnos por cualquier estupidez si coincidíamos en algún lugar, en un evento, o incluso en el bus. Ahora, ni siquiera eso. Sin embargo, el único con el que nunca tuvimos conflicto era él.
Se había trasladado a Francia y solía escribirnos o llamarnos con frecuencia, lamentando que ya no nos reuniéramos. Pocos días antes, nos comentó que le gustaría compartir con nosotros un momento de alegría, ya que había obtenido un premio en metálico por una de sus novelas, Misterio y vaguedad. La obra trataba sobre la relación de un hombre solitario que conocía a una mujer misteriosa, quien solo aparecía cuando él escribía, para inspirarlo. Hizo planes y nos convocó a comer en el Wok de la plaza, su lugar favorito, con la intención de recordar los momentos perdidos de nuestra juventud y recuperar algo de esa alegría olvidada. Una semana después, falleció.
Dios, para mí, fue terrible. Él, el único capaz de reunirnos y disipar nuestros incógnitos enojos, se había ido. Decidí tomar la iniciativa y reunir al grupo. Fue muy difícil, pues Carlo sabía que a la mayoría no le gustaba la comida china y que detestaban los bufetes. Quizá esta fuera nuestra última oportunidad para enfrentar nuestros incordios, en un lugar que, paradójicamente, no nos hacía sentir a gusto. «Tenemos que hacerlo», les escribí. «Es una forma de recordarlo». Cada uno protestó a su manera, pero al final aceptamos.
Llegamos más o menos a tiempo, a eso de las 11:00. Breves saludos, uno que otro, «¿cómo estás?», y varios titubeantes, «bien, bien». Entonces llegó ella, sonriente. Creo que se acercó primero a Hilda, la más tímida del grupo. Hablaron. Pensamos que era su amiga. Conforme nos levantábamos para llenar nuestros platos, ella iba pasando de asiento en asiento, sentándose junto a cada uno y hablando maravillas de nuestro amigo. Su sonrisa era contagiosa, y poco a poco, la reunión comenzó a soltar amarras, navegando por la memoria emocional del grupo. Casi al final, levantamos las copas y brindamos por nuestros futuros; cantamos y nos abrazamos. «¡En tu memoria, Carlo!», grité, emocionado.
Cuando nos poníamos de acuerdo para juntar el dinero, una mesera se acercó y nos dijo que la cuenta ya había sido pagada. «¿Por quién?», pregunté. La chica levantó los hombros y respondió que no lo sabía. La mujer misteriosa, cuyo nombre ignoro, sugirió que nos reuniéramos en el atrio de la parroquia para tomarnos una foto de grupo. Accedimos. «Retratemos nuestra alegría por haber conocido a Carlo», dije, aceptando la idea. Yo mismo fui al coche, saqué el trípode y monté el móvil.
Ahora, frente al atrio, sentimos el gentil gesto de aquella mujer. ¿Sería ella quien pagó? ¿Acaso fue la inspiradora de la última novela de nuestro amigo, Misterio y vaguedad? Extrañas, pero felices sensaciones nos envolvieron, permitiéndonos sanar nuestro olvido.
Santiago Manuel de la Colina
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