Yo, Libro
Entonces, la letra entró. Se abrió camino entre las hojas, dejando un río de tinta como huella indeleble de su verdad, como si el juicio de las almas fuera alimento para la mente. Porque las palabras suenan, sin voz, detrás del oído, y son vida vaporizada en algarabía de sueños.
Y cuando terminó de vaciarse, cuando la tinta se secó, nació el libro y dijo:
—Yo soy. Soy una puerta que va a dar a un cielo-mar, a una inmensidad, al aire que resopla junto al corazón.
El que lo escribió lo llevó a la librería. Entró, y él era como una columna de humo, una sombra tenue que se desvaneció en un instante. Cuando el librero lo encontró sobre una mesa, supo que estaba terminado, que podía llevarlo a un estante, aún caliente, mórbido y turgente, como un recién nacido.
Lo miró.
—Es para alguien —se dijo —y vendrá por él.
Días y meses pasaron, y el libro se hizo viejo bajo el sol.
Un día, una lectora comenzó a sacar libros de aquel estante. Leía sus cubiertas, y los devolvía. Buscaba algo que fuera para ella. Al fin encontró un libro extraño, en la parte inferior. Le dio vueltas y vio que no tenía título. Cuando lo abrió, las letras estaban hechas nudo, atadas entre sí y revueltas como una madeja.
—¡Qué libro más raro! —murmuró, tratando de alisar su cabello, igual de enmarañado.
Se inclinó y lo colocó en su lugar. Cuando se iba, el libro hizo un chasquido.
—Tsss…
Luego otro.
—Tsss…
Libro loco, pensó.
Algo tiró de su manga, un plasma invisible. Su mano descendió, obligándola a agacharse. En ese instante, sintió al viento pasar sobre su cabeza, acerado y violento. Se tocó la cabeza.
—¿Qué ha sido eso?
—¡Psst, psst! —chistó el libro.
Acuclillada, lo tomó de nuevo y miró la cubierta.
—No tienes nombre.
—Si despejas tu mente, sí —escuchó murmurar al libro.
—Dios, estoy loca…
—Mira la cubierta —insistió él—, verás que las letras brotarán y serán como flores, como la dicha y los pensamientos felices.
Así, mientras ella observaba, las letras se liberaron de la bruma y formaron un nombre. Uno que era como el suyo.
Violeta.
Cuando lo abrió, las palabras pastaban tranquilamente en un páramo blanco.
—Es tu historia —dijo él, en una lengua sin sonido—. Alguien la escribió para salvarte.
—¿Salvarme?
—Sí. Debiste morir hace tan solo unos segundos. Mira detrás de ti. ¿A quién ves?
Dio la vuelta y se encontró con un chico. Vestía un pantalón de dril que le quedaba grande y una camiseta negra con una calavera de lengua verde fluorescente. Tenía los parietales rapados, un anillo colgaba de su nariz y mascaba un chicle negro.
—Es la muerte —susurró el libro—. Vino a llevarte. ¿No lo sentiste?
Ella recordó esa sensación fría.
—Fue la hoja de su guadaña. Iba directo a tu garganta. Evité que lo hiciera, porque fui escrito para salvarte de ella.
La muerte le escupió el chicle, que se le pegó en la mejilla y resbaló, blando hacia el suelo.
—Tienes suerte, asquerosa. Nos veremos otro día u otra noche —le dijo, antes de esfumarse.
Ella volvió al libro, y él le deletreó:
—Ahora es tu turno. Tienes que escribir un libro para salvar a alguien más.
—¿Cómo?
—Toma ese otro libro, el que está junto al hueco que he dejado. Puedes ponerme en el suelo, no pasa nada.
Violeta lo dejó y tomó el volumen. Tampoco tenía título y su interior estaba vacío.
—¿Cómo voy a escribirlo? No tengo ni idea, ni siquiera sé escribir.
—Ábrelo y mira fijamente la primera página en blanco. Piensa en el dolor que acarrea la muerte, en su vacío interminable, en la soledad, la oscuridad, el frío invencible.
Conforme esas sensaciones la invadieron, sus ojos temblaron. La desolación se le enterró como una daga. Su dolor le rompió la vida. Sintió morir. Entonces, de uno de sus ojos cayó una lágrima negra que, al correr sobre la página, fue formando frases hasta agotarse.
Pasaron los minutos, y la hoja quedó con la última palabra, deslavada y carente de sustancia.
El tiempo caminó en círculos, esperando.
—¿Cómo? ¿Eso es todo?
La angustia le apretó la carne, le molió las vísceras. Se soltó a llorar, y de su rostro se decantó una cascada negra que fluyó por todas las páginas, hasta que, en la última, firmó con un FIN.
—¿Lo ves? —le preguntó el libro que le había salvado—. Ya está, lo has hecho.
—Pero yo no he hecho nada. Como te dije, no sé escribir.
El libro, desde el suelo, pareció brillar.
—Es que no eres tú quien escribe —susurró—. Es tu alma.
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