Corazón de Tiempo

El anciano miró por la ventana cómo el sol caía detrás de las montañas. Anotó el tiempo exacto en que sus últimos rayos se fundieron en la penumbra.  Le gustaba hacer eso, sentado en su arcaica silla, que era más vieja que él.

—Cada cosa tiene su tiempo, Homero —le dijo a su regordete Hámster, que masticaba una nuez. Se detuvo y le miró con ojos curiosos. —No sabes cómo el tiempo se ha guardado en sus átomos. Cada elemento vibra. ¿Crees tú que las cosas se descomponen nada más por desgaste?

Homero se miró las garras. Sacó la lengua y encogió los hombros.

—Lo que se muere en la materia, en nuestras células, es el tiempo. Es como un espíritu, ¿sabes?

El pequeño recargó sus cuartos traseros sobre el aserrín, apoyó una pata delantera sobre la base de su rueda giratoria, bostezó y se rascó un abultado carrillo.

—Estamos poseídos por el tiempo. Nuestro corazón late al ritmo de su Tic, Tac. Hay cosas donde el tiempo se siente mejor, como el escritorio. Tiene 230 años, o esta silla, 122. Yo, 91. Si lo ves bien, si alguien me pregunta sobre mi esperanza de vida, lo hago en términos de tiempo. ¿Un año? Pocos, pocos años. Meses tal vez o días. Si estuviera sano, ¿verdad?

Homero cambió de posición. Miró al cielo. La luna flotaba en el firmamento. Le encantaban las estrellas.

—Pero no lo estoy, lo sabes. Y también sabes que a todos se nos acaba el tiempo o… debo decir, se nos muere el tiempo. Estarás de acuerdo, Homero.

Él se limpió los bigotes con sus garritas. Parecía que afirmaba y le daba la razón. El anciano sacó unas cerillas y encendió un quinqué. Homero le pareció de oro, sí, lo era.

—El mundo es incauto. No aprende. Me incluyo. Pensamos que lo del COVID no se repetiría, que nada nos pillaría desprevenidos. ¡Qué ilusos!

Homero inclinó la cabeza, como si lo comprendiera.

—Estamos condenados. Parece ser que la humanidad ha encontrado en otro virus, su Némesis. A menos que…

Abrió el cajón. Tomó un frasco que tenía una pipeta cubierta por un tapón.

—Ven acá, Homero.

Cándido, el animalito fue hacia el tubito de cristal. Espero. El anciano lo puso a noventa grados y empezó a gotear. El pequeño hocico se abrió y se deleitó. Había mucho azúcar atenuando el sabor amargo de la sustancia.

—Está en tus manos, digo, en tus garras. Ahora tienes todo el tiempo del mundo que… es poco, a decir verdad.

Su cuerpecito había desarrollado una resistencia inusitada al germen. En sus experimentos, el anciano había logrado sintetizar un retrovirus que, alojado en sus células, permitiría a otros obtener un medicamento eficaz. A él lo había incapacitado la infección. En su corazón, el tiempo estaba muy cansado.

A través de la ventana vio a una furgoneta acercarse. Suspiró. Soltó una lágrima y acarició a Homero.

—Los chinos lo harán mejor que yo.

Así, en pocas horas, la esperanza voló en avión hacia Asia. 


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Santiago Manuel de la Colina
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