once • cero nueve • dos mil uno



La voz del locutor cortó como una navaja la música matutina.
—Interrumpimos la programación...—

El tono bastó para que mi esposa subiera el volumen de inmediato. En el asiento del copiloto, mi hermana dejó de revisar sus documentos. Yo, desde atrás, miraba hacia el dial de la estación.

—Un avión acaba de estrellarse contra una de las Torres Gemelas en Nueva York —anunció, con esa solemnidad que se reserva para las malas noticias.

El mundo pareció detenerse, pero no el tráfico. Unos metros adelante, un Tsuru azul frenó bruscamente ante un semáforo. Su conductor bajó del vehículo como sonámbulo, con el teléfono celular pegado al oído. No vio venir al Pointer, cuyo conductor, absorto por la noticia, no frenó a tiempo. El golpe seco resonó por encima del claxon y los gritos. El hombre quedó en el suelo, inmóvil, con el Nokia aún en la mano.

—Vámonos de aquí —murmuró mi esposa, desviándose hacia Reforma.

El tráfico se espesaba como jarabe agrio. En radios y teléfonos se repetía la misma pregunta: «¿Será un ataque terrorista?». La segunda torre había caído cuando llegamos al centro.

Frente a la Embajada estadounidense, una multitud se agolpaba entre consignas confusas y banderas. Algunos gritaban solidaridad; otros, una malsana celebración.

La policía antimotines formó una barrera. Una piedra voló sobre los escudos, y entonces los gases lacrimógenos comenzaron a dispersar a la multitud. Entre el humo blanco y los cuerpos que corrían, vi caer a un joven de camiseta roja. Se llevó la mano al cuello. Tal vez lo había alcanzado un proyectil de goma. Sus amigos lo alzaron mientras se ahogaba. No podíamos movernos, y él dejó de hacerlo.

Llegamos a la oficina una hora tarde, con los nervios deshechos. Necesitábamos café, normalidad, algo que nos devolviera al mundo conocido.

En la recepción, nuestro jefe caminaba de un lado a otro, cargado de una ansiedad contenida.
—¡Sí! Te digo que Elena estaba en el piso 105, en la Torre Norte... —repetía, aferrado al teléfono. Había un vacío feroz en sus ojos.

El color se fue de su rostro. Se llevó las manos al pecho y gritó con un velo de voz que se rasgó en un sollozo:
—¡Ella estaba allí... allí!—

Sus rodillas cedieron, su cuerpo se volvió una masa inerte y se desplomó contra el escritorio, con un impacto seco que sonó como el fin de todo. El infarto fue fulminante. Para cuando llegaron los paramédicos, ya había muerto, con los ojos fijos en el televisor donde se repetían, una y otra vez, las imágenes del colapso.

Nos quedamos en silencio, paralizados, alrededor del cuerpo de un hombre muerto de angustia. Afuera, el mundo seguía girando. En cada ciudad, en cada casa, alguien contaba a sus muertos. Nosotros sumamos tres a la cuenta de aquel martes infernal.

El aire de la oficina se volvió denso, cargado de ausencias. Solo quedaba esperar a que la mente y el corazón aceptaran lo imposible: estuvimos allí sin estar físicamente, compartiendo el aire herido de Nueva York.

--

Santiago Manuel de la Colina

Comentarios

Entradas populares de este blog

Haikus con aguinaldo.

Desayuno buffet

Escribir un relato kafkiano. Reunión del viernes 4 de marzo a las 19:00 horas por ZOOM.