El secreto de la longevidad
Creo que me la he pasado durmiendo demasiado. ¿Cuánto llevo así? Perdí la cuenta. Como tan poco que me estoy quedando en los huesos. El sol es apenas un agujero en el cielo y pasa, como un muro de polvo, a través de la cortina. Todo es gris desde que perdí a mi familia, y el tiempo parece detenido.
Afuera oigo pájaros. Niños juegan y dan pelotazos en la pared. Ríen. ¡Cómo ríen! Como si no hubiera mañana. ¿Es que lo hay? Me asomo por la ventana. Hay un niño en la entrada, cerca del porche. Viste de negro. Tiene el pelo lacio, la piel pálida, y manchas púrpuras rodean sus ojos de obsidiana. Sube la escalinata y toca con su diminuto puño. Es un toque peculiar, casi ritual. Lo distingo. Creo que ha estado tocando así por semanas o quizás meses.
Me acerco y abro. El niño mapache levanta el rostro, sorprendido. Trae un papel en la mano izquierda, algo arrugado y húmedo.
—¿Puedo pasar? —me dice con una voz delgada y vibrante, como la de un insecto.
Mi casa está hecha un desastre y huele a muerto. Cierro detrás de mí para que no vea.
—No, lo siento. No he recogido. Está hecho un muladar, así que sentémonos en la escalinata, ¿vale?
—Pero… —musita el niño, sin dejar de mirar la puerta.
Me siento sobre las baldosas. Están calientes. Eso es bueno, me digo. Los otros niños se han ido.
—Vamos, siéntate. ¿Qué se te ofrece?
Con lentitud, lo hace.
—Esto es suyo —dice, dándome el papel.
Lo desdoblo y leo:
«Certificado de pre-defunción. Al destinatario: se le pide que firme de conformidad para asegurar su partida a un mundo mejor de forma natural y no por accidente u homicidio. Solo tiene que firmar en señal de consentimiento. Si rechaza el edicto, deberá presentar, en un término de cinco minutos, una queja explicando el porqué de su negativa. Solo puede usar quinientas palabras justas, ni menos ni más.»
—¿Qué significa esto? —le pregunto, irritado.
—Pues, que le llegó la hora.
Y yo pensé que ya estaba muerto. Miro la fecha: 06-09-25. Está tachada. Encima, alguien —tal vez él— ha escrito a mano: 16-09-25.
—Pero… le han cambiado la fecha. ¿Es eso legal?
El chico se rasca la mejilla y mira al suelo.
—No —confiesa.
—¿Entonces?
—Usted lleva más de un mes sin abrir la puerta. Le he dejado notificaciones y nada. Ha sido muy grosero. Además, rompió el protocolo al no dejarme pasar, y eso es causa de suspensión.
Si hubiera firmado el papel, usted estaría en el paraíso y yo en este arduo camino de llevar la buena muerte a quienes la merecen. ¿Por qué tenía que fijarse en una nimiedad burocrática?
Ahora tengo que ir de ventanilla en ventanilla y recoger otro sello. Cuando regrese, seré un adulto, y tal vez usted supere los cien años.
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