Las 4 y media
Hoy me he levantado de la siesta un poco aturdida. No sé qué me pasa, el día está raro o yo estoy rara. Hace tiempo que me siento… bufff, no sé cómo me siento. Quizás… no sé, no me siento yo.
Me asomo por la ventana. El día está gris, demasiado gris. Pasa el tiempo y sigue igual. Qué raro.
Miro el reloj, son las cuatro. A las cuatro y media he quedado con mi hija, vamos de compras. Al principio le dije que no, pero ahora estoy muy ilusionada. Hace tiempo que no tenemos una tarde para nosotras.
Miro otra vez por la ventana. Qué oscuro… ¿será hoy el día que dijeron que habría un eclipse?
Ya son las cuatro y media y mi hija no llega. Ella es muy puntual. Quizás me haya llamado para decirme que llegaba tarde y yo, durmiendo la siesta… Miro el teléfono, no hay llamadas.
Las cinco. Esto no pinta bien, mi hija jamás llega tarde. Voy a llamarla, me estoy preocupando.
—Rin, rinnnn… Qué raro, no lo coge.
Vuelvo a llamar. El corazón me va a cien, estoy taquicárdica. ¡Cógelo, cógelo, por Dios!
—Dime, mamá, ¿qué pasa?
—Hola, hija. Estaba preocupada, habíamos quedado a las cuatro y media, son más de las cinco y todavía no has llegado. Encima el día está muy raro. ¿Era hoy el eclipse ese que dijeron? Está muy oscuro y me está empezando a dar miedo.
—¿Cómo? Tranquila, mamá, voy para allá, enseguida llego.
Seguro que se ha acostado a dormir la siesta; tenía una voz de sueño impresionante.
Tocan al timbre.
—¡Vooooy! Hija, qué rápido has llegado.
—Hola, mamá. ¿Qué pasa?
—¿Qué te pasa a ti? Nunca llegas tarde, y hoy fíjate…
—Mamá, son las cinco y media de la mañana, ¿dónde quieres ir a esta hora?
—Anda, no digas tonterías. Son las cinco y media de la tarde, y habíamos quedado a las cuatro y media para irnos de compras. Fíjate qué tarde llegas. Te has acostado a dormir la siesta y te has quedado dormida; después te ríes de mí.
—Mamá, mira por la ventana, ¿qué ves?
—Está oscuro, hay un eclipse, por eso no hay luz.
—No, mamá, son las cinco y media de la mañana.
—No digas tonterías, ¿cómo me voy a confundir de esa manera?
—Mamá…
—Mira, hija: comí a las dos, me tomé mis pastillas, me puse la insulina y me acosté a dormir la siesta. A las tres y media me levanté para prepararme, porque tú venías para ir de compras.
Mi hija me mira, pensativa. Creo que piensa que me estoy volviendo loca. Pero no es eso. Ayer, el médico, muy serio, me dijo que después de varias valoraciones y pruebas me han detectado demencia.
No sé cómo decírselo. Me cuesta hasta a mí hacerme a la idea, es difícil saber que mi mente va a ser mi peor enemiga, que poco a poco y día a día todo se ira difuminando como el humo.
Pero esta tarde —nuestra tarde, de madre e hija— voy a contárselo.
Ángeles Fernández
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