El enigma de la Corona del Muerto
No hay mejor antídoto contra el tedio que un buen asesinato. Lo aprendí aquel invierno, cuando el viento del monte parecía susurrar secretos entre las cortinas de terciopelo de mi estudio. Yo, Jaime Arquet, aristócrata sin causa, había fundado mi agencia de detectives por puro aburrimiento. Lo que no esperaba era encontrarme con un asesino tan meticuloso como yo.
Todo comenzó con una serie de muertes en apariencia naturales. Hombres y mujeres de mediana edad, sin antecedentes médicos relevantes, caían fulminados en distintos puntos de la ciudad justo después de una gran comilona u opípara cena. Un detalle estúpido, quizá, pero los detalles son mi especialidad.
Tras meses de revisar informes, encontré un único patrón: todos habían visitado al mismo dentista meses antes de morir. Pero ¿cómo se relacionaba ese hecho con los asesinatos? Se sabía que morían envenenados con cianuro. Todos eran aristócratas reconocidos, tanto hombres como mujeres, y aquello venía sucediendo desde hacía tres años. Quince casos confirmados. Se descubrieron otros cuatro que habían sido atribuidos a muertes naturales, hasta que un forense minucioso detectó ciertas anomalías en las autopsias, lo que obligó a realizar exhumaciones. Los nuevos análisis revelaron el mismo modus operandi.
La pregunta surgió sola. Aunque el tratamiento dentario había ocurrido semanas o meses atrás, el carácter del doctor Beltrán —un hombre de modales suaves y manos impecables— me resultaba dubitativo. Veía en sus gestos cierta contención, como si quisiera ocultar la repugnancia que le provocaba cierta gente. Lo que me intrigó no fue la coincidencia, sino esos intervalos arbitrarios de dos o tres meses después del tratamiento. La muerte se cocía a fuego lento sin que nadie sospechara.
Entonces la intuición me susurró lo impensable: ¿y si el asesino usaba las caries como vehículo? ¿Y si vertía el cianuro en las cavidades, las sellaba con amalgama y aguardaba, con una paciencia inconmensurable, a que el empaste cediera?
Decidí poner a prueba mi hipótesis. Me presenté en su consulta con una caries que aún no me había tratado. Beltrán me atendió con cortesía y me acomodó en su impecable sillón. Le comenté, entre dientes, que estaba investigando un caso y que una pista apuntaba —dije riendo— a una cuestión médica: pastillas adulteradas, apósitos para fuegos bucales… Le recalqué que pronto el asesino caería. Me felicitó y dio gracias a Dios por tener gente como yo en la sociedad. Con sospechosa tranquilidad cubrió la muela con amalgama. Me despidió con una sonrisa que me mordió el ánimo.
Horas después acudí a mi amigo, el doctor Rivas, un dentista de confianza que vivía a casi un día de distancia. Le pedí que extrajera la pieza. La revisó y me dijo que era un mal trabajo y que la amalgama caería pronto. Al hacerlo con sumo cuidado, su rostro palideció: el olor era inconfundible. Cianuro. Lo analizamos. Confirmado.
Avisamos a la policía. Cuando llegaron para detener a Beltrán, lo inesperado irrumpió. Con un gesto brusco tomó unas pinzas y se golpeó la boca, quebrando una corona. Se desplomó en el acto, sacudido por convulsiones. La muerte fue inmediata. El veneno también residía en su cuerpo. Fue su último gesto de control.
Desde entonces, cada vez que el invierno regresa y la niebla desciende sobre el monte, me acomodo en mi sillón con una copa y dejo que el caso vuelva a mí. A veces alzo la vista hacia la muela enmarcada que cuelga de la pared, y entonces, el dolor se vuelve recuerdo. Y el aburrimiento, leyenda.
Santiago Manuel de la Colina
Todo comenzó con una serie de muertes en apariencia naturales. Hombres y mujeres de mediana edad, sin antecedentes médicos relevantes, caían fulminados en distintos puntos de la ciudad justo después de una gran comilona u opípara cena. Un detalle estúpido, quizá, pero los detalles son mi especialidad.
Tras meses de revisar informes, encontré un único patrón: todos habían visitado al mismo dentista meses antes de morir. Pero ¿cómo se relacionaba ese hecho con los asesinatos? Se sabía que morían envenenados con cianuro. Todos eran aristócratas reconocidos, tanto hombres como mujeres, y aquello venía sucediendo desde hacía tres años. Quince casos confirmados. Se descubrieron otros cuatro que habían sido atribuidos a muertes naturales, hasta que un forense minucioso detectó ciertas anomalías en las autopsias, lo que obligó a realizar exhumaciones. Los nuevos análisis revelaron el mismo modus operandi.
La pregunta surgió sola. Aunque el tratamiento dentario había ocurrido semanas o meses atrás, el carácter del doctor Beltrán —un hombre de modales suaves y manos impecables— me resultaba dubitativo. Veía en sus gestos cierta contención, como si quisiera ocultar la repugnancia que le provocaba cierta gente. Lo que me intrigó no fue la coincidencia, sino esos intervalos arbitrarios de dos o tres meses después del tratamiento. La muerte se cocía a fuego lento sin que nadie sospechara.
Entonces la intuición me susurró lo impensable: ¿y si el asesino usaba las caries como vehículo? ¿Y si vertía el cianuro en las cavidades, las sellaba con amalgama y aguardaba, con una paciencia inconmensurable, a que el empaste cediera?
Decidí poner a prueba mi hipótesis. Me presenté en su consulta con una caries que aún no me había tratado. Beltrán me atendió con cortesía y me acomodó en su impecable sillón. Le comenté, entre dientes, que estaba investigando un caso y que una pista apuntaba —dije riendo— a una cuestión médica: pastillas adulteradas, apósitos para fuegos bucales… Le recalqué que pronto el asesino caería. Me felicitó y dio gracias a Dios por tener gente como yo en la sociedad. Con sospechosa tranquilidad cubrió la muela con amalgama. Me despidió con una sonrisa que me mordió el ánimo.
Horas después acudí a mi amigo, el doctor Rivas, un dentista de confianza que vivía a casi un día de distancia. Le pedí que extrajera la pieza. La revisó y me dijo que era un mal trabajo y que la amalgama caería pronto. Al hacerlo con sumo cuidado, su rostro palideció: el olor era inconfundible. Cianuro. Lo analizamos. Confirmado.
Avisamos a la policía. Cuando llegaron para detener a Beltrán, lo inesperado irrumpió. Con un gesto brusco tomó unas pinzas y se golpeó la boca, quebrando una corona. Se desplomó en el acto, sacudido por convulsiones. La muerte fue inmediata. El veneno también residía en su cuerpo. Fue su último gesto de control.
Desde entonces, cada vez que el invierno regresa y la niebla desciende sobre el monte, me acomodo en mi sillón con una copa y dejo que el caso vuelva a mí. A veces alzo la vista hacia la muela enmarcada que cuelga de la pared, y entonces, el dolor se vuelve recuerdo. Y el aburrimiento, leyenda.
Santiago Manuel de la Colina
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