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Otros se llevaron el Gordo

Fue Benito, el panadero, el que lo contó aquella tarde en la taberna. Lo había visto camino de la estación al rayar el alba. Llevaba el cuello del abrigo levantado; una mano en el bolsillo y en la otra una maleta color canela con herrajes de cuero marrón. Pronto hará sesenta años. Aquel joven imberbe de entonces es hoy el viejo de iris pálido y dedos temblorosos que, arrumbado en una butaca raída, sigue soñando con el premio. Ha olvidado los detalles de su vida: el día de su boda, el nombre de sus muertos, los abrazos dados, pero en sus oídos aún resuena el chapoteo de los pasos aquel frío amanecer. Tampoco ha podido olvidar el perfume en la piel de aquella diosa. Tras la sonrisa guarda celoso un secreto. No le ha dicho a nadie que antes de morir cumplirá la promesa que le hizo. Fue ayer. Había llegado al pueblo a principios de noviembre. Encontró las calles cubiertas por un velo de fina nieve. Al abrir la puerta de la fonda el tintineo de la campanilla rompió el silencio. Como una v

Desayuno buffet

La miro mientras desayuna un plato de lacón y queso tetilla con pan de maíz. Espero que no vuelva a sacar el tema, porque lo hemos hablado un montón de veces, y he repetido hasta cansarme que me da igual si el boleto está premiado o no, o seguramente caducado, que la traía y ya está. Y aquí estamos, así que no puede quejarse más. Nos sirve para que salga de casa, se despeje, demos un paseo, como quien dice…Un paseo de ochocientos cincuenta kilómetros, pero bueno… La he traído y punto. Espero que hoy no me salga con la cantinela otra vez: <<Que tú no quieres que lo cobre porque crees que me lo gastaré en tonterías. ¿Y en qué crees que piensa tu madre? ¡Pues, en darte a ti una parte! Y otra para la protectora de animales. Que yo para qué lo quiero ya, si me quedan cuatro telediarios.>> Lleva diciendo lo de los telediarios, ni sé los años. ¡Me pone enferma! La lotería le ha tocado con este viaje, me parece a mí. Que ayer se pidió para comer vieiras, y se quedó tan ancha. ¡Viei

El décimo

-Dime abuela, ¿qué pasa? ¿Por qué me has llamado a estas horas y con tanta urgencia? -Vamos al coche Paula, que tengo que hacer algo muy importante y no quiero que nadie se entere. Estaba amaneciendo, la luz dorada precedía a la luminosidad total que anunciaba el nuevo día. Subieron al coche, Paula respiro resignada. Cada vez que veía a su abuela así, se le rompía el alma. Con el tiempo había descubierto que estos pequeños gestos la hacían feliz. Hoy tenía un brillo especial en sus ojos, como cuando ella era pequeña y le preparaba sorpresas de esas tan especiales, que casi siempre provocaba gritos de júbilo e innumerables besos y abrazos. ¿Que había maquinado su cabecita controlada por el Alzheimer esta vez? Los últimos meses habían sido duros; había momentos de luz, pero la enfermedad avanzaba cada día más y los periodos de penumbra se volvían cada vez más comunes. -Sal del pueblo y toma la autovía en dirección sur. Después de una hora conduciendo y de escuchar muchas historias

La próxima parada

—Pues entonces la próxima parada es la nuestra, Pedrito. —Pedro, mamá, por favor. Ya sabes que no me gusta… —Porque, si la que hemos dejado atrás es Pontevedra, entonces la siguiente… —Síííííííííí, es Santiago, la siguiente es Santiago, mamá. No te preocupes. —Jo, se me ha hecho cortísimo, y muy cómodo en estos asientos. De verdad que esto es hacer un viaje y no como cuando vinimos tu padre y yo de luna de miel, que eso sí que fue… —Ya me sé la historia, mamá, de verdad, que la habéis contado mil veces. —… una locura total. Íbamos en el 127 del tío Emiliano, cargados de maletas (el juego de maletas que nos habían regalado mis padres, que ellos sí que eran generosos, y no como los suegros que me tocaron en suerte) y no te puedes imaginar lo que tardamos en hacer este mismo recorrido. Pero este mismito que estamos haciendo ahora. —Seis horas… Tardasteis seis horas, porque parasteis a comer con la tía Enriqueta en Marín y ella se empeñó en que os llevarais unos melindres y una botella de

El tren de la esperanza

El tren se mueve a la velocidad de mis pensamientos. Es la primera vez que viajo en el AVE. No pensé que se movería tanto. Tampoco sé si mi plan será efectivo y lograré salir ilesa. Tengo un diálogo interior con mi mente que no deja de atormentarme. Ella sentada a mi lado no se desprende de su bolso al que aprieta con fuerza como quien lleva un tesoro. Es su tesoro. Un billete de lotería que cree premiado y desea cobrarlo personalmente en la ciudad. Se ha cosido bolsillos interiores en los pantalones para cuando recoja el dinero poder llevarlo seguro. Quiere la mitad en billetes pequeños y la otra mitad en billetes de 500 Euros. Los pequeños para gastarlos como a ella le venga en gana y los grandes para ir contándolos todos los días porque a lo largo de su vida sólo había visto uno y no le duró mucho tiempo. Estos grandes se los dejará de herencia a sus hijos. ¡Madre mía, sus hijos! Mis hermanos no han querido participar en este descabellado viaje. Yo la veo tan feliz

Otredad

Cuéntame lo del soborno, mamá... ¿mamá, me oyes? — Juan se inclinó sobre la madre que estaba repantigada en el sofá del tren, y la miró a través de los espejos de las gafas de sol que ella llevaba y sus ojos cerrados se vieron desdibujados. Eso es lo que estaba pasando, él miraba a la madre mientras se desdibujaba, se iba convirtiendo en humo, en pasado. El ictus hizo mella en ella y se saldó fortaleciendo las obsesiones y enturbiando los recuerdos. Despertó. — Hola...— susurró la madre mientras miraba al rededor obnubilada. — Mamá, vamos a la ciudad, al banco, a cobrar el billete, ¿recuerdas? — , «sus despertares son imprevisibles», pensó Juan, — mamá, ¿sabes dónde estás? —. La madre le miró a los ojos confusa y le preguntó que quién era, — tu hijo—, contestó Juan.   El cobrador de billetes entró, tras llamar al compartimento, y esta otredad les unió y la madre le cogió las manos. — Los billetes, por favor —, Juan los entregó en silencio, el cobrador los miró con detenimiento y los d

El telegrafista

El telegrafista fue el primero en morir. Apache Joe sabía lo que hacía cuando aquella noche eligió a sus víctimas. Ese hombre no le había hecho ningún daño, en realidad, pero tenía en sus manos la única forma de alertar del peligro y pedir refuerzos a los militares, y eso él no lo podía consentir. De manera que se acercó muy despacio y en absoluto silencio —a la manera que le habían enseñado en las montañas—, localizó a oscuras la oficina del telégrafo, se coló por una de las ventanas de la pared sur y lo buscó en el dormitorio, desde donde le llegaban espantosos ronquidos. No llegó a saber su nombre. Habría podido leerlo en el cartel que adornaba la puerta o en el membrete de las cartas oficiales en su despacho, pero eso lo habría convertido en una venganza personal y no lo era. Esto se trataba solo de una muerte necesaria. Los sentimientos los había estado reservando Apache Joe para unas personas en concreto, que habrían de ser las últimas en abandonar este mundo. Por ello, el asesi

El telegrafista

ESO DICEN... En la sala cerrada el aire huele a vainilla y canela. Las velas agonizan en las palmatorias y con su último aliento corrompen el dulce perfume. La mujer que hoy yace en el ataúd de palisandro olía a bosque; sus sábanas traían el aroma de las jacarandas en flor. Eso dicen… La noticia de su muerte ha llegado a todos los rincones del pueblo. Las mujeres, piadosas ellas, alzan los ojos al cielo y se santiguan conteniendo la sonrisa en sus comisuras: - "Que Dios la tenga en su Gloria… ¡si es que puede!"- Ellos, los hombres, mirada gacha, saben que fue una Venus ardiente, maestra en las artes del amor. En los huecos de su piel aprendieron los juegos ilícitos, untuosos con los que luego hacían gozar a sus castas mujeres, las suyas, en los fríos lechos. Frente a ella, al otro lado del gran ventanal, desfilan en silencio, huérfanos de sexo, soñando que aún acarician los surcos de su piel. Como ya lo hiciera Moisés en las aguas del Mar Rojo, su cuerpo altivo como paloma t

El telegrafista

Le llamaban así y durante meses creí que era su oficio. Yo apenas tenía trato con él, no hablaba mucho. No se sentaba más de diez minutos seguidos con mi grupo. Siempre andaba yendo y viniendo de un grupito a otro, como si no acabara de encontrar el suyo, o como si todos lo fueran. Ahora lo entiendo, con los acontecimientos ya pasados. Cuando no estábamos en clase, solíamos acudir a un pequeño antro muy cercano al campus de la Universidad. Allí fumábamos, bebíamos cerveza o, quien podía, algo más fuerte, y hablábamos de política, de profesores desfasados y de mujeres.  Él llegaba y se plantaba en la misma puerta durante un rato observando a todos los grupos. Tenía una mirada intensa, penetrante, un tanto altiva. Parecía elegir con quién sentarse según criterios que a mí se me escapaban. De vez en cuando movía las cejas, yo pensaba que era un tic; o hacía gestos, tocándose la cara con los dedos de maneras peculiares. Pensaba que se hacía el interesante. Alguien se levantaba y se acercab

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El tren avanzó lento bajo la noche vestida de fiesta. El pueblo celebraba la Independencia. Desde la ventana, Jimena le describía a su amado, con intermitentes toques de sus dedos, aquella escena. Beni sentía escalofríos en su palma y contestó:, "viene lo mejor". Beni era telegrafista, ciego, pero hábil en su oficio. En la mañana de ese día, recibió un mensaje que el Gobernador le enviaba al General Bustillos, advirtiéndole de la llegada de los rebeldes esa noche. Escribió a máquina el mensaje y lo entregó al despacho.   El general ya había ajusticiado a 168 "insurrectos" en los cinco días del asedio. Miraba desde el techo del cuartel las ruinas que había dejado a su paso. Satisfecho, se alisó los bigotes. El despacho le entregó el telegrama. "Rebeldes con retraso. Arribarán mañana tarde". Sonrió. La fiesta se celebraría sin novedades. Beni salió a comer. Escuchó pasar a la gente, temerosa, yendo por las tiendas y servicios. Su fino oído

El telegrafista

Mi abuelo hacía poco que había muerto y para mí sorpresa me había dejado en herencia su casa. Cuando el notario me lo dijo y me tendió la llave no me lo podía creer, pero casi sin pensarlo al salir puse rumbo a ella. Estaba anocheciendo, el cielo estaba encapotado y mi corazón triste, caminaba despacio el viento acariciaba mi cara, recordaba y revivía en cada paso mi niñez, demasiado tiempo sin percibir aquellos aromas que me embriagaban, aquellas sensaciones antaño tan conocidas y agradables, ahora ya casi olvidadas, sin mucho ánimo llegue a la casa, el jardín seguía igual, con aquellos rosales rodeados de piedras que mi abuela cuidaba con tanto cariño, me acerque a ellos y mi pituitaria despertó mis sentidos o quizás mis recuerdos, hacia 20 años que no pisaba ni el pueblo, ni la casa, ni el jardín, aquel maldito jardín…..la mirada que me lanzó aquel día mi abuelo después de aquella discusión hizo que no volviera jamás. Saque la llave, abrí la puerta y entré, eche un vistazo to

El telegrafista

—... y lo queremos todos, salir sin llaves por que la puerta pueda dejarse abierta. Mirad, cuando miramos entregados a otra persona lo hacemos mirándola con los ojos a los ojos, cuando tocamos a otra persona lo hacemos con las manos y muy a menudo a las manos, cuando besamos a otra persona lo hacemos con la boca y el beso definitivo es en la boca; esta ecuación gestual, estas interacciones, no hacen regla, pero nos pueden sugerir formas de comunicación afectivas efectivas. ¿Me seguís? La observación y el análisis nos revela verdades que luego habrá que describir de forma científica, ¡pero eso se hace luego!, la cosa funciona así: de la realidad a la ciencia y no de la ciencia a la realidad, ¡¿entendido?! Los alumnos atendían embobados las palabras del profesor Arcaniz, llamado el telegrafista por su tic en el dedo índice. Arcaniz llevaba años repitiendo el mismo discurso motivador, con el que generaciones de estudiantes tras la gran hecatombe eran ungidas, había creado más que una escu