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Mostrando entradas de octubre, 2024

El telegrafista

El telegrafista fue el primero en morir. Apache Joe sabía lo que hacía cuando aquella noche eligió a sus víctimas. Ese hombre no le había hecho ningún daño, en realidad, pero tenía en sus manos la única forma de alertar del peligro y pedir refuerzos a los militares, y eso él no lo podía consentir. De manera que se acercó muy despacio y en absoluto silencio —a la manera que le habían enseñado en las montañas—, localizó a oscuras la oficina del telégrafo, se coló por una de las ventanas de la pared sur y lo buscó en el dormitorio, desde donde le llegaban espantosos ronquidos. No llegó a saber su nombre. Habría podido leerlo en el cartel que adornaba la puerta o en el membrete de las cartas oficiales en su despacho, pero eso lo habría convertido en una venganza personal y no lo era. Esto se trataba solo de una muerte necesaria. Los sentimientos los había estado reservando Apache Joe para unas personas en concreto, que habrían de ser las últimas en abandonar este mundo. Por ello, el asesi

El telegrafista

ESO DICEN... En la sala cerrada el aire huele a vainilla y canela. Las velas agonizan en las palmatorias y con su último aliento corrompen el dulce perfume. La mujer que hoy yace en el ataúd de palisandro olía a bosque; sus sábanas traían el aroma de las jacarandas en flor. Eso dicen… La noticia de su muerte ha llegado a todos los rincones del pueblo. Las mujeres, piadosas ellas, alzan los ojos al cielo y se santiguan conteniendo la sonrisa en sus comisuras: - "Que Dios la tenga en su Gloria… ¡si es que puede!"- Ellos, los hombres, mirada gacha, saben que fue una Venus ardiente, maestra en las artes del amor. En los huecos de su piel aprendieron los juegos ilícitos, untuosos con los que luego hacían gozar a sus castas mujeres, las suyas, en los fríos lechos. Frente a ella, al otro lado del gran ventanal, desfilan en silencio, huérfanos de sexo, soñando que aún acarician los surcos de su piel. Como ya lo hiciera Moisés en las aguas del Mar Rojo, su cuerpo altivo como paloma t

El telegrafista

Le llamaban así y durante meses creí que era su oficio. Yo apenas tenía trato con él, no hablaba mucho. No se sentaba más de diez minutos seguidos con mi grupo. Siempre andaba yendo y viniendo de un grupito a otro, como si no acabara de encontrar el suyo, o como si todos lo fueran. Ahora lo entiendo, con los acontecimientos ya pasados. Cuando no estábamos en clase, solíamos acudir a un pequeño antro muy cercano al campus de la Universidad. Allí fumábamos, bebíamos cerveza o, quien podía, algo más fuerte, y hablábamos de política, de profesores desfasados y de mujeres.  Él llegaba y se plantaba en la misma puerta durante un rato observando a todos los grupos. Tenía una mirada intensa, penetrante, un tanto altiva. Parecía elegir con quién sentarse según criterios que a mí se me escapaban. De vez en cuando movía las cejas, yo pensaba que era un tic; o hacía gestos, tocándose la cara con los dedos de maneras peculiares. Pensaba que se hacía el interesante. Alguien se levantaba y se acercab

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El tren avanzó lento bajo la noche vestida de fiesta. El pueblo celebraba la Independencia. Desde la ventana, Jimena le describía a su amado, con intermitentes toques de sus dedos, aquella escena. Beni sentía escalofríos en su palma y contestó:, "viene lo mejor". Beni era telegrafista, ciego, pero hábil en su oficio. En la mañana de ese día, recibió un mensaje que el Gobernador le enviaba al General Bustillos, advirtiéndole de la llegada de los rebeldes esa noche. Escribió a máquina el mensaje y lo entregó al despacho.   El general ya había ajusticiado a 168 "insurrectos" en los cinco días del asedio. Miraba desde el techo del cuartel las ruinas que había dejado a su paso. Satisfecho, se alisó los bigotes. El despacho le entregó el telegrama. "Rebeldes con retraso. Arribarán mañana tarde". Sonrió. La fiesta se celebraría sin novedades. Beni salió a comer. Escuchó pasar a la gente, temerosa, yendo por las tiendas y servicios. Su fino oído