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Mostrando entradas de septiembre, 2024

El telegrafista

Mi abuelo hacía poco que había muerto y para mí sorpresa me había dejado en herencia su casa. Cuando el notario me lo dijo y me tendió la llave no me lo podía creer, pero casi sin pensarlo al salir puse rumbo a ella. Estaba anocheciendo, el cielo estaba encapotado y mi corazón triste, caminaba despacio el viento acariciaba mi cara, recordaba y revivía en cada paso mi niñez, demasiado tiempo sin percibir aquellos aromas que me embriagaban, aquellas sensaciones antaño tan conocidas y agradables, ahora ya casi olvidadas, sin mucho ánimo llegue a la casa, el jardín seguía igual, con aquellos rosales rodeados de piedras que mi abuela cuidaba con tanto cariño, me acerque a ellos y mi pituitaria despertó mis sentidos o quizás mis recuerdos, hacia 20 años que no pisaba ni el pueblo, ni la casa, ni el jardín, aquel maldito jardín…..la mirada que me lanzó aquel día mi abuelo después de aquella discusión hizo que no volviera jamás. Saque la llave, abrí la puerta y entré, eche un vistazo to

El telegrafista

—... y lo queremos todos, salir sin llaves por que la puerta pueda dejarse abierta. Mirad, cuando miramos entregados a otra persona lo hacemos mirándola con los ojos a los ojos, cuando tocamos a otra persona lo hacemos con las manos y muy a menudo a las manos, cuando besamos a otra persona lo hacemos con la boca y el beso definitivo es en la boca; esta ecuación gestual, estas interacciones, no hacen regla, pero nos pueden sugerir formas de comunicación afectivas efectivas. ¿Me seguís? La observación y el análisis nos revela verdades que luego habrá que describir de forma científica, ¡pero eso se hace luego!, la cosa funciona así: de la realidad a la ciencia y no de la ciencia a la realidad, ¡¿entendido?! Los alumnos atendían embobados las palabras del profesor Arcaniz, llamado el telegrafista por su tic en el dedo índice. Arcaniz llevaba años repitiendo el mismo discurso motivador, con el que generaciones de estudiantes tras la gran hecatombe eran ungidas, había creado más que una escu

La sombra de tus cenizas

Lila tuvo que soportar el tremendo peso de las paredes de la funeraria. La luz apenas fluía desde los coloridos emplomados que daban al jardín. Miró al suelo, donde se proyectaban vegetaciones imposibles, flores de aspecto onírico. ¿Eso debía traerle paz? Un joven estirado, de rostro ligeramente cerúleo y vestido de traje negro, entró en la sala de espera. Cargaba una urna dorada. Ella lo vio llegar como una sombra, una especie de ilusión, como si hubiese brotado de las paredes. —Su padre —le dijo. Ella abrazó el envase, frío y espantosamente pesado. El otro dio la vuelta y se esfumó en aquel antro de muerte. Salió a la calle. El sol, esquinado hacia el poniente, se alejaba del mundo para dejarlo en manos de la incertidumbre. Fue a la parada del Bus. Un hombre pasó aporreando a su perro. Le recordó a papá. El bus llegó, el conductor abrió la puerta y la miró con desdén. Le recordó a Papá. Subió y encontró asiento junto a una ventana. La gente dentro parecía no tener rostro, lo escondía

El doctor increíble

La sala de espera es silenciosa, un espacio de expectación, si fuera ciego, palpando el aire con las yemas de los dedos, podría leer los pensamientos de mis expectantes acompañantes y aunque no soy ciego empiezo a hacerlo y cuando me doy cuenta agacho los brazos, porque ese es mi problema, que hago lo que pienso de forma inconsciente, por lo menos empiezo hacerlo, de hecho sigo de baja. Dijo el primer médico que es un tipo de Trastorno Obsesivo Compulsivo, ahora espero al nuevo especialista. Juan espera al nuevo especialista, la cita se ha demorado seis meses. Lo han visto palpar el aire, la enfermera cree que es por varios hilos de tela de araña que se ha quitado el paciente de encima, desde la esquina derecha del techo hay una araña doméstica que parecer observar. El silencio intimida, Juan quiere cruzar una pierna sobre otra pero teme el crujido de la silla. Afortunadamente la enfermera tose y todos aprovechan para cambiar de postura. El grupo de pacientes siente una conexión repen

Cruzados

Los gritos de las gaviotas le despertaron de su inesperada siesta. Le ardía la piel y entonces recordó dónde estaba: en el barco. Segundo día de crucero. Cerca de la hora de comer. No tenía hambre, la discusión de la noche anterior le había cerrado el estómago. Apenas había conseguido dormir, con él roncando al lado, y su propia cabeza martilleando en la herida tan reciente. No quiso acompañarle a desayunar, con la excusa de darse una ducha para contrarrestar los efectos del insomnio. Él se ofreció a traerle un oloroso café, pero ella se negó. No quería su amabilidad sustitutoria. Una vez sola, se puso bajo la ducha fría. Usó el gel floral del set de miniaturas, regalo de su amiga para que lo usara en el crucero mientras ella se quedaba en tierra, muerta de asquerosa envidia… Se permitió un poco de agua tibia mientras lloraba de rabia, y luego terminó con más agua fría. Se envolvió en la toalla esponjosa. Se vistió con un vestido vaporoso y fresquito, y salió del camarote con el pelo m

Veintinueve días

VEINTINUEVE DÍAS Nunca sabremos qué pasó. No fue un lobo, ni una alimaña. No fue la fuerza del agua, ningún ruido pudo asustarla en medio de tanto silencio. Ponga se fue y ella nunca podrá contarme su historia Domingo 4 de agosto. El ascenso era duro. El sol lamía las rocas resbaladizas bajo nuestros pies como pistas de hielo. Nos agarrábamos a los espinos para darnos impulso y remontar la senda escabrosa que apenas se adivinaba. Ponga, mi perrita, subía y bajaba una y otra vez infatigable, con esa agilidad que sólo tienen los perros jóvenes, ávidos de libertad, orgullosos, convencidos de que son ellos los que van abriendo camino a los torpes humanos. Arriba, el paisaje se desperezaba, se abría inmenso. A 1600 metros de altitud, a kilómetros de distancia el pueblo mostraba vanidoso la grandeza del Palacio donde en el pasado descansaran los reyes de su regia fatiga. A la sombra de los pinos detuvimos la marcha. Atraída por el sonido del agua Ponga corrió hacia la cascada. En una fracció

Ajuste de cuentas

—¡Bienvenidos, habitantes de esta villa, a la XXXII edición de la Fiesta Medieval de Ribadeira, que nos reúne a todos para recordar, festejar y hacer más presente nuestro pasado tan glorioso! Yo soy el conde de Rocadura, señor de estas tierras, y os doy la bienvenida a tres días de pasacalles, malabaristas, tragafuegos, espadachines, jinetes, cetreros, leprosos, dragones y muchas otras maravillas. Desde hoy, estas calles se trasladan al Medievo, y en ninguna taberna os dejarán pagar sino con maravedíes, ni podréis deambular sino con la ropa adecuada. Yo mismo en persona estaré vigilando que tal cosa ocurra tal y como debe ser, y castigaré de forma severa a quien rompa la ley de nuestra celebración más antigua. ¡Adelante, Ribadeira! ¡Que empiece la fiesta! Pedirle al verdadero conde de Rocadura que interpretara a su antepasado en el pregón fue una ocurrencia por la que todos daban la enhorabuena al alcalde, pero no dejaba de ser una paradoja mezquina. Si aquel malvado terrateniente habí

Zas

  Por fin se hizo la oscuridad, estoy tantas horas esperando que llegara este momento, que no me lo creo, hoy el tiempo corría despacio y sin prisa. He estado dentro mi escondrijo tanto tiempo, que me cuesta volver a moverme. Despacito, muy despacito y con cuidado, mi cuerpo vuelve a la vida y mis tripas también, ellas gruñen cuál lobo hambriento, demasiado tiempo sin comida, ya la reclaman. Me asomo miro con detenimiento, la oscuridad hace que todo este en tinieblas, pero mi sexto sentido y mi estómago, me dicen que es el momento de salir, aunque toda precaución es poca. En mi vida he visto morir a muchos, las imprudencias se pagan muy caras aquí, hay que ir con mil ojos y con pies de plomo. Me asomo ¡todo despejado! salgo fuera, el aire fresco me acaricia, es embriagador, de pronto me llega un delicioso olor ¿de dónde viene? Ese olor me cautiva, las tripas vuelven a gruñir ¡quieren comida! sin pensarlo persigo el delicioso aroma, el hambre es más fuerte que la precaución, pero n

Del coro al caño

En un poema de Rafael Alberti (un poco subido de tono) dedicado a D. Luís de Góngora y Lagartijo, me encontré esta frase que se hizo tan popular "Del coro al caño y del caño al coro" aunque mi historia no tenga nada que ver con la del poema. Sí, durante dieciséis años (con voz y guitarra) fui miembro del coro de la Iglesia Parroquial de mi pueblo. En este texto basado en hechos reales, digamos que el "caño" era mi trabajo de peluquera. Tengo que señalar que ambas cosas fueron muy bonitas y agradables pues tanto el "coro" como el "caño" fueron dos partes de mi vida que me encantaban. El problema consistía en compaginarlas. Cuando llegaban las fiestas de Navidad o Semana Santa casi no pisaba por casa, incluso llegué a pensar en comprarme una tienda de campaña e instalarla en el coro para poder descansar un poco. Nochebuena trabajaba todo el día, a la misa de gallo iba como una gallina desplumada del cansancio. Luego, al día siguiente de nuevo al co